spot_imgspot_img

Entre desfiles y raíces: Repensando quiénes somos

Javier Franco

Cada 15 de septiembre, Honduras se viste de celeste y blanco. Es el día de los desfiles, de las bandas escolares, del fervor patrio en las plazas y avenidas. Ese día no falta la frase “¡qué orgullo ser hondureño!”. Pero más allá de la algarabía, de los niños marchando bajo el sol y las banderas ondeando, se abre paso una pregunta menos ruidosa: ¿sabemos realmente quiénes somos como hondureños?

No se trata de dudar de la emoción que despierta este día, sino de aprovecharla como punto de partida para mirar más profundo. ¿La identidad nacional es algo que celebramos un solo día al año o es una construcción diaria? ¿Nos representa el traje típico, el himno y el desfile, o hay algo más? ¿Qué pasa cuando el 16 de septiembre llega, y con él se va la emoción colectiva?

Podríamos empezar describiendo nuestras regiones, como si fueran ingredientes de una receta en la que todos creemos participar. En el norte, se respira energía caribeña, influenciada por la cultura garífuna, la costa, el comercio, el ritmo y la apertura. En el sur, el calor se mezcla como el calor humano y la tranquilidad de su gente, donde el trabajo agrícola, el arraigo comunitario y la herencia lenca – chorotega son parte del ADN.

Occidente resalta con su sentido de pertenencia a lo ancestral, al café, a la historia y a una cultura de montaña que resiste y florece. En oriente, la serenidad natural, la conexión con lo étnico, y una forma más introspectiva de ver la vida predominan. Y en la capital, Tegucigalpa, se entremezcla todo: tradiciones, contradicciones, esperanzas y frustraciones, como un espejo del país.

Esta diversidad es, sin duda, una de nuestras mayores riquezas. Pero también puede volverse dispersa si no sabemos cómo unirla en una identidad compartida. Porque no basta con decir que somos «un solo pueblo». Hace falta que esa frase tenga carne y hueso en nuestra vida cotidiana.

A menudo, lo que mostramos al mundo el 15 de septiembre es una versión ideal de nosotros mismos. Nos definimos como amables, trabajadores, solidarios, valientes. Pero cuando bajamos la mirada a lo cotidiano, aparecen otros matices: la desconfianza entre ciudadanos, el conformismo en el sistema educativo, la escasa participación ciudadana, el poco interés en conocer y valorar nuestras raíces indígenas y afrodescendientes, la falta de empatía frente al sufrimiento del otro.

Y no es para flagelarnos. No es un artículo para echarnos tierra encima. Es una invitación sincera a mirarnos con honestidad. La identidad nacional no se construye con discursos, sino con actitudes. Y si nuestras actitudes colectivas están en tensión con nuestros símbolos, entonces hay un desfase que debemos corregir.

Pensemos en nuestra identidad como una gran mesa familiar. Cada región trae su propio plato: una sopa de caracol del Caribe, un tamal del sur, un café de las montañas occidentales, un pan de coco del oriente, una sopa tapado de la capital. Todos los sabores están presentes. Pero la identidad no está solo en lo que traemos, sino en cómo nos sentamos juntos, cómo nos miramos, cómo compartimos. Si no aprendemos a convivir en esa mesa, si unos imponen su receta o desprecian la del otro, entonces no hay identidad común: hay fragmentos sin puente.

Aquí viene la pregunta clave, y también la respuesta. Repensar nuestra identidad nacional no es para escribir un ensayo escolar ni para llenar un discurso. Es para vivir mejor.

Para reconocernos en el otro, para fortalecer lo que nos une sin negar lo que nos diferencia, para levantar un país donde el orgullo no se disuelva el 16 de septiembre, sino que se convierta en compromiso cívico, en respeto cotidiano, en exigencia ciudadana, en afecto real por nuestra tierra y nuestra gente.

No se trata de una utopía. Se trata de que cada quien, desde donde está, aporte un poco más a esa construcción: desde el aula, desde la casa, desde el trabajo, desde la política, desde la cultura. La identidad no es lo que decimos que somos. Es lo que hacemos cuando nadie nos está viendo. Y por eso, vale la pena repensarla.

Hoy, más allá de los desfiles, te invito a mirarte al espejo con una pregunta: ¿con qué región me identifico y qué puedo aportar a esa mesa compartida que es Honduras? Tal vez ahí, en esa reflexión, comienza la verdadera independencia: la de pensar por nosotros mismos qué país queremos ser, y no solo qué país decimos que somos.

spot_img

Lo + Nuevo

spot_imgspot_img