
Honduras no está solamente viviendo un conflicto electoral: está viviendo una crisis emocional colectiva. Lo que nos rodea hoy no es únicamente una disputa por actas, cifras o narrativas, sino el cansancio profundo de un país que ha atravesado dos procesos electorales en menos de un año, ambos cargados de tensiones, retrasos, sospechas y un ruido que no deja respirar. Es como si el hondureño hubiera caminado demasiado tiempo bajo un sol intenso: llega un punto en el que ya no siente sed, solo agotamiento.
Ese ruido que se ha vuelto parte del ambiente no es el ruido político normal al que ya estamos acostumbrados. Es un ruido que se mete en la mente y en el pecho. Desde temprano, cada persona recibe ráfagas de mensajes contradictorios, videos dudosos, capturas que circulan sin contexto, audios que nadie sabe de dónde provienen. Es vivir en una casa donde todas las ventanas están abiertas en plena tormenta: el viento entra, mueve todo, desordena, y no permite encontrar un espacio de calma. Así está Honduras, con los nervios expuestos y la sensación de no tener dónde apoyarse.
Frente a esta tormenta emocional, la gente ha encontrado un refugio momentáneo: la ironía. Los chistes, los memes y los comentarios sarcásticos se han convertido en un mecanismo para soportar lo que duele. Se ríe para no llorar, se bromea para no caer en desesperación, se usa el sarcasmo para evitar admitir el miedo y la confusión. La ironía funciona como una curita puesta de prisa: cubre la herida, pero no la repara. Da un respiro, pero no devuelve la estabilidad.
El problema surge cuando la ironía deja de ser un alivio temporal y empieza a convertirse en una costumbre. Cuando el humor se vuelve la única forma de hablar del país, aunque por dentro la gente esté desgastada. Cuando las bromas no nacen de la risa, sino del intento desesperado por no quebrarse. En ese punto aparece algo silencioso y profundo: el abstencionismo emocional. No es que la gente no quiera votar, sino que no quiere volver a sentir el desgaste de involucrarse. No es que no le importe Honduras, sino que la carga emocional es demasiado pesada. No es que haya perdido la esperanza, sino que está tratando de protegerse de una herida que se ha abierto dos veces seguidas.
Este dolor repetido hace que la mente busque un camino rápido para sobrevivir a tanta presión. Y ese camino se parece a una forma distorsionada de ataraxia. No la ataraxia del sabio que logra serenidad en medio del caos, sino una calma que nace del agotamiento. Es una tranquilidad que, en realidad, es desconexión. Es ese momento en que la persona deja de reaccionar no porque esté en paz, sino porque ya no tiene fuerzas para hacerlo. Y así, sin darse cuenta, se empieza a retirar emocionalmente de la política.
Si esta tendencia continúa, si lo vivido en estos dos procesos se normaliza, podríamos terminar con un país emocionalmente retirado. Un país que ya no se enoja, ya no se ilusiona y ya no exige. Ese es el riesgo real: cuando la gente deja de sentirse parte de la historia, otros deciden por ella. Y esos otros no siempre buscan el bien común.
Por eso, antes de que esta ataraxia emocional se afiance como una forma de vivir, Honduras necesita reconocerse. Necesita aceptar que está cansada, que está herida y que ha sido sobrecargada. Necesita entender que lo que ocurre no es superficial, sino el reflejo de un corazón colectivo agotado. La democracia no se pierde cuando un candidato gana o pierde; se pierde cuando la ciudadanía deja de sentirla suya.
Hoy, más que resultados o discursos, Honduras necesita algo más profundo: volver a respirar sin miedo, volver a sentirse parte, volver a creer que su voz importa.






