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Mesianismo electoral

Por Cristian Nájera

En medio del actual proceso electoral hondureño, asistimos a una escena que se repite —cada vez con mayor frecuencia y naturalidad— en América Latina: la invocación a Dios como parte del discurso político. En tarimas, templos, entrevistas y redes sociales, varios actores públicos hacen de la fe no solo una expresión personal, sino una estrategia para conectar con el electorado. ¿Estamos ante una renovación espiritual del debate político o frente a una peligrosa instrumentalización de la fe?

La Constitución de la República establece con claridad que Honduras es un Estado laico. Pero esa disposición legal, que debería garantizar neutralidad religiosa en los asuntos públicos, contrasta con una cultura profundamente marcada por el cristianismo. Casi un 80 % de la población se identifica como católica o evangélica, de acuerdo a los datos proporcionados por el Latinobarómetro en 2024, el cual indica que alrededor de un 36 % de los cristianos hondureños tienen una filiación católica, frente a un 43 % de evangélicos.

Esta realidad sociológica ha sido bien comprendida —y muchas veces explotada— por políticos que buscan capitalizar el fervor religioso como capital electoral. Apelaciones constantes a la “bendición de Dios”, actos proselitistas en iglesias, promesas que sustituyen programas de gobierno por providencia divina… Estos factores ayudan a configurar la ola del “mesianismo electoral” que vivimos en América Latina.

La región ofrece ejemplos evidentes. Jair Bolsonaro, en Brasil, cimentó buena parte de su base política sobre alianzas con grandes iglesias neopentecostales, bajo el lema “Dios, patria y familia”. En Bolivia, el actual Gobernador del departamento de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, ingresó al Palacio de Gobierno llevando una Biblia en alto y posteriormente posándola sobre la bandera de ese país. En México, Andrés Manuel López Obrador hizo un uso reiterado de símbolos religiosos como la Virgen de Guadalupe, para reforzar su conexión emocional con el pueblo.

Honduras no es ajena a estas dinámicas. Eventos proselitistas realizados dentro de iglesias, líderes espirituales que bendicen públicamente candidaturas, aspirantes a cargos públicos que exhiben su devoción o maximizan su pertenencia a una religión… Todo ello da cuenta de una creciente fusión entre lo espiritual y lo político.

Nicolás Maquiavelo, en El Príncipe, advertía que “los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia”, y que quien domina las apariencias puede gobernar más allá de su virtud real. En ese sentido, recurrir a Dios puede ofrecer a los políticos una imagen de autoridad moral sin necesidad de demostrar capacidad técnica o integridad ética. En el contexto electoral, la religión se convierte muchas veces en ese recurso emocional que somete sin permitir debate.

Pero la preocupación no se limita al uso político de la religión. También es relevante el interés creciente de algunos líderes religiosos por participar directamente en la administración del Estado. No solo como consejeros espirituales, sino como actores políticos con aspiraciones de poder, influencia o acceso a recursos públicos. Esta tendencia desdibuja peligrosamente la línea entre el púlpito y la función pública.

El riesgo es múltiple: debilitamiento de la institucionalidad, desplazamiento del debate racional por el dogma, y una peligrosa polarización que divide a la sociedad entre los “con Dios” y los “sin fe”, cuando en realidad lo que debería importar es quién tiene propuestas viables para gobernar un país que enfrenta enormes desafíos económicos, sociales y democráticos.

La defensa del laicismo no es una cruzada contra la religión. Por el contrario, es la garantía de que todas las confesiones —y también quienes no profesan ninguna— puedan convivir con respeto en una sociedad plural. Cuando se borra esa línea, se abre la puerta a la intolerancia, al clientelismo espiritual y a una gobernanza que prioriza el sermón sobre la política pública.

Honduras necesita dirigentes que respeten la fe del pueblo, pero que no la manipulen. La espiritualidad debe ser una fuente de inspiración personal, no un recurso electoral. Gobernar es servir a todos, no solo a quienes comparten un credo. Y en ese camino, como ciudadanos y electores, debemos exigir planes, resultados y transparencia, no solo discursos piadosos.

Porque cuando un político usa a Dios para ganar votos, no está honrando la fe del pueblo: la está usando. Y eso, en un Estado que se dice laico, no es solo un error, es una falta de respeto al pueblo y a la democracia misma.

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