
A cuarenta días de las elecciones generales, Honduras vive un tiempo en el que se habla mucho de política, pero se comprende poco. En los cafés, en los noticieros y, sobre todo, en las redes sociales, las opiniones se multiplican. Todos parecen tener la razón, pero pocos se detienen a escuchar. Sobran las palabras y faltan los espacios para pensar. Cada uno se siente analista o estratega, aunque muchas veces solo repite lo que escucha, convencido de que opinar con seguridad es lo mismo que entender.
No se trata de falta de interés, sino de exceso. Vivimos rodeados de mensajes que buscan emocionarnos más que explicarnos. La política, adaptada a ese entorno, aprendió a hablar el lenguaje del instante: frases breves, promesas inmediatas, indignación servida en titulares. Las campañas ya no intentan convencer, sino conectar con las emociones. Y en medio de esa vorágine, el voto se construye más con el corazón que con la cabeza.
Las encuestas más recientes hablan de una participación cercana al 70 % del electorado, es decir, más de cuatro millones de hondureños con la posibilidad de decidir el rumbo del país. Sin embargo, entre el voto potencial y el voto real hay un largo recorrido. Muchos aún no saben por quién votarán, no porque no les importe el país, sino porque entre tantas promesas y mensajes cuesta distinguir la verdad del eslogan y la esperanza del discurso. Ese cansancio no es apatía: es una forma de defensa frente al exceso de información y la desconfianza acumulada.
En medio de todo, los grupos se encierran en sí mismos. Cada quien busca reafirmar lo que ya cree, y el diálogo se convierte en un intercambio de monólogos. Escuchar al otro parece una pérdida de tiempo, y disentir se percibe como una ofensa. Las redes sociales, que prometieron dar voz a todos, terminan premiando al que grita más fuerte y castigando al que duda. Pensar distinto se volvió incómodo; callar, una forma de sobrevivir.
Con el paso de los días, las ideas extremas ganan visibilidad. Lo que ayer parecía exagerado hoy suena razonable. Las promesas imposibles se repiten hasta parecer posibles, y las viejas prácticas se disfrazan de novedades. El país, sin notarlo, se acostumbra al ruido. Y cuando el ruido se vuelve costumbre, la razón deja de escucharse.
El peligro no está solo en la manipulación política, sino en la certeza emocional que nos hace creer que ya lo entendemos todo. Esa seguridad sin conocimiento es la que más confunde, porque nos cierra a la posibilidad de aprender y de escuchar. Cuando la gente deja de cuestionar y empieza a repetir, el poder deja de necesitar convencer. Solo tiene que entretener.
Aun así, hay una parte de la ciudadanía que observa en silencio. No se deja arrastrar por el entusiasmo ni por la desesperanza. Son hondureños que saben que el voto no es un impulso ni un desahogo, sino una decisión que define el futuro. Comprenden que elegir no es solo escoger a una persona, sino escoger una dirección. Que no todo lo que emociona convence, ni todo lo que promete transforma.
La madurez democrática no se mide en participación, sino en conciencia. Y esa conciencia empieza cuando el ciudadano se atreve a pensar, incluso cuando el ruido le diga que no vale la pena. El pensamiento crítico es un acto de valentía en tiempos de saturación. No se trata de votar con desconfianza, sino con lucidez.
Esta elección puede ser distinta si el país logra recuperar la calma antes de llegar a las urnas. Si aprendemos a votar con menos rabia y más memoria, con menos miedo y más criterio, con menos consignas y más conciencia, habremos ganado algo más importante que una elección: habremos recuperado la capacidad de pensar por nosotros mismos.