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Evaluación de la gestión pública de Callejas

Roldán Duarte Maradiaga

Tegucigalpa. – Dos intelectuales hondureños —César Indiano y Julio Raudales— han abordado la vida y la gestión pública del expresidente Rafael Leonardo Callejas Romero desde ángulos complementarios. Indiano lo hizo con simpatía política en su libro Callejas, la vida de un líder, la historia de un partido (marzo de 2022); Raudales, con una mirada más sintética y económica, en ¿Qué Hacer? (noviembre de 2025). Ambos trabajos son valiosos; sin embargo, creo que conviene profundizar aún más en el análisis de la gestión económica del exmandatario para comprender sus logros y sus costos sociales.

El gobierno de Callejas (1990–1994) se desarrolló en un momento decisivo: una incipiente consolidación democrática que convivía con una severa crisis fiscal y monetaria. En el último año previo a su mandato, la tasa de desempleo abierto rondaba el 13%, lo que mostraba la incapacidad de la economía para absorber el crecimiento de la fuerza laboral. Frente a ese diagnóstico, la administración optó por una terapia de choque destinada a estabilizar las cuentas públicas y el balance externo.

El eje central de su política fue el Programa de Ajuste Estructural (PAE), un paquete de medidas de carácter neoliberal que transformó la intervención del Estado en la economía. La base jurídica de esa transformación fue la “Ley de Ordenamiento Estructural de la Economía”, que redefinió las funciones del sector público después de casi cuarenta años de papel activo como promotor y regulador económico. Las reformas, aplicadas con gran rapidez desde 1990, perseguían corregir desequilibrios macroeconómicos y atraer inversión.

Entre las medidas específicas destacan cuatro líneas: 1) ajuste monetario y fiscal: Con una devaluación significativa del lempira, flexibilización cambiaria y modificaciones tributarias como el aumento del Impuesto Sobre Ventas (ISV) y gravámenes temporales a exportaciones; 2) Liberalización de mercados: Desregulación de tasas de interés, reducción arancelaria y eliminación de controles de precios; 3) Racionalización del gasto público: Revisión de subsidios, ajuste de tarifas y recortes en empleos estatales; y 4) Modernización y privatización: Reforma administrativa de entidades públicas y transferencia de actividades al sector privado.

La Ley para la Modernización y Desarrollo del Sector Agrícola (LMDSA), aprobada el 5 de marzo de 1992 y vigente desde el 6 de abril de 1992, fue un instrumento clave para insertar al agro hondureño en la lógica del ajuste estructural mediante la promoción de la modernización, la comercialización y el desarrollo agroindustrial. Sus críticos señalan que la misma exacerbó la pobreza, migración y conflictividad en el campo, desarticulando a la vez al movimiento campesino y afectando al medio ambiente.

La experiencia de aplicación ofreció resultados mixtos. En lo positivo, la ley facilitó la formalización de esquemas asociativos, estimuló proyectos agroindustriales y favoreció el acceso a ciertos mercados de exportación, con incrementos puntuales de productividad en cultivos competitivos. Sin embargo, numerosas evaluaciones señalaron que el énfasis en instrumentos de mercado no resolvió problemas estructurales: persistieron limitaciones de acceso a la tierra, crédito oportuno, asistencia técnica e infraestructura rural; ello contribuyó a efectos desiguales sobre pequeños productores y comunidades rurales.

En síntesis, la LMDSA constituyó un avance normativo que ofreció herramientas para la modernización del agro, pero su impacto fue mitigado por déficits institucionales y la carencia de políticas compensatorias para la agricultura familiar. Para lograr un desarrollo rural inclusivo es imprescindible combinar incentivos de mercado con políticas redistributivas, inversión sostenida en infraestructura, extensión técnica, acceso al crédito y sistemas de monitoreo que aseguren equidad y resiliencia rural. Además, para incrementar la legitimidad y sostenibilidad de los cambios normativos perseguidos, resultaba necesario incorporar mecanismos de participación comunitaria y protección social para las familias rurales, lo cual desafortunadamente no se hizo.

En el frente externo, uno de los logros más visibles fue la renegociación de la deuda externa. El gobierno consiguió revisar compromisos por un monto cercano a 976 millones de dólares, con lo que se pospusieron vencimientos y se ganó liquidez. Esa negociación evitó un desembolso inmediato de casi 170 millones de dólares que vencía al año siguiente y permitió saldar atrasos con organismos financieros, recuperando la elegibilidad del país para nuevos créditos. Como resultado, el Banco Mundial aprobó un préstamo de 90 millones de dólares para financiar el propio Plan de Ajuste y cancelar préstamos puente que habían cubierto atrasos anteriores.

No obstante, la estabilización macroeconómica tuvo un costo social inmediato y visible. La devaluación y la eliminación de controles provocaron aumentos de precios que golpearon el poder adquisitivo. La racionalización del gasto y la reestructuración del sector estatal se tradujeron en despidos y un repunte del desempleo. En suma, el ajuste trasladó gran parte del costo del desbalance fiscal a los ciudadanos, en especial a los sectores más vulnerables.

La reacción social fue de rechazo. Organizaciones civiles y la Iglesia expresaron su preocupación: la Episcopal advirtió que las medidas podían agravar la situación de las mayorías y no sacar de la postración a los más pobres. La crítica apuntó también a que ciertos gastos —en particular los militares— permanecieron prácticamente intactos, lo que alimentó la percepción de que la carga del ajuste fue regresiva y que protegió intereses de élites económicas y militares en detrimento del bienestar general.

Ante el malestar, el gobierno implementó programas sociales focalizados para mitigar el impacto: el Fondo Hondureño de Inversión Social (FHIS), el Programa de Asignación Familiar (PRAF) y el Fondo Social de la Vivienda (FOSOVI). Si bien ofrecieron alivios parciales y atajaron necesidades puntuales, no compensaron plenamente el efecto combinado de inflación y pérdida de empleos, lo que explica la persistencia de críticas sobre el incremento de la pobreza en ese lapso.

Paralelamente, la estrategia promovió una reorientación productiva: el crecimiento del sector maquilador fue una de sus manifestaciones más claras. Leyes que facilitaron la importación de insumos exentos de aranceles y la atracción de inversión extranjera generaron puestos de trabajo, pero configuraron un modelo de empleo de baja productividad y salarios modestos. La apuesta por la inserción en cadenas globales solucionó en parte la urgencia de empleo, pero consolidó una estructura productiva dependiente y poco diversificada.

Las reformas institucionales buscaban reducir el tamaño del Estado y transferir funciones al mercado: descentralización, desmonopolización y delegación de servicios al sector privado formaron parte del paquete. Algunas propuestas, como la municipalización de la educación, chocaron con la oposición del magisterio, que las percibió como una amenaza a la calidad educativa, a los derechos laborales conquistados y a la cohesión gremial.

Finalmente, la racionalización selectiva —recortes generalizados que no alcanzaron a rubros sensibles como el gasto en seguridad— dejó ver límites políticos de la modernización: la disciplina fiscal y las reformas encontraron fronteras cuando tocaban los intereses de actores con poder. Esa tensión ayudó a explicar tanto la estabilización macroeconómica conseguida como las críticas por falta de equidad y transparencia.

En suma, el legado de Rafael Leonardo Callejas resulta ambivalente: por un lado, fue un catalizador de la modernización económica forzada, capaz de estabilizar una economía al borde del colapso y de reinsertarla en circuitos financieros internacionales; por otro, su gestión mostró la persistencia de la corrupción y las políticas regresivas que profundizaron desigualdades. Su gobierno dejó una lección histórica: la gestión de crisis puede restaurar la solvencia macroeconómica, pero si no va acompañada de políticas inclusivas y de instituciones transparentes, compromete la legitimidad democrática y el desarrollo social sostenido.

Muchos hondureños únicamente recuerdan al expresidente Callejas por el escándalo del FIFAGate, olvidando que su equipo de gobierno estuvo a la altura de las exigencias modernizadoras del momento.

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