
Antes, hacer las cosas bien era motivo de orgullo. No de vanidad, sino de dignidad. La gente salía de su casa sabiendo que su palabra valía. Que su trabajo, aunque no fuera perfecto, era decente. Que ser correcto no era algo que se cuestionaba, sino algo que se respetaba. Hoy ya no es así.
Vivimos en una sociedad que ha cambiado esa lógica por una más cómoda y más sucia: la lógica del premio al farsante. Al que dice lo que conviene, al que se acomoda donde más conviene, al que cambia de rostro sin siquiera ponerse colorado. Y lo más triste es que eso ya no escandaliza a nadie.
Lo vemos y lo dejamos pasar. Lo normalizamos. Lo aplaudimos incluso, con la excusa de que “así es el sistema”, “así son todos”, “mejor caer bien que quedarse fuera”.
Me indigna ver la indiferencia de muchos, y más aún, la doble moral de otros: esos que el domingo cierran los ojos en público, ensayan un gesto solemne y dicen estar orando, pero el lunes ya están negociando lo innegociable.
Política e iglesia se han mezclado en un teatro sin Dios y sin ética. Y detrás del telón, el mismo actor con distintos disfraces: el de pastor, el de candidato, el de benefactor, el de víctima.
En medio de todo eso, los que hacen las cosas bien se sienten desubicados. Los honestos parecen anticuados. Los preparados, incómodos. Los coherentes, invisibles. Porque hoy el mérito no vale. No se agradece. No se reconoce. No se premia. En cambio, la vulgaridad se viraliza. La mentira se reproduce.
El grito se confunde con liderazgo. Y el farsante, ese que debería estar expuesto, es premiado. Lo invitan, lo suben al escenario, lo felicitan. Todo porque sabe moverse, no porque sepa servir.
El lenguaje también ha sido víctima de este deterioro. Palabras como “respeto”, “dignidad” o “honestidad” se repiten como frases vacías. Ya no comprometen. Solo adornan. Y pensar con lógica, hablar con propiedad o actuar con principios, parece cosa de otro siglo.
Frente a eso, la crítica se vuelve urgente. Pero no cualquier crítica. No la que se escuda en la burla fácil o en el sarcasmo sin contenido. Sino la crítica que piensa. Que incomoda con razones. La que se atreve a decir lo que ya nadie quiere escuchar.
Yo escribo porque no quiero ser cómplice del silencio. Porque aunque a veces parezca inútil, callar sería peor. Y aunque el mundo aplauda a los farsantes, yo sigo creyendo que hacerlo bien sí importa. Aunque ya no dé aplausos. Aunque cueste más. Aunque parezca que nadie lo nota.
Porque lo que está en juego no es un puesto ni un prestigio. Es algo más elemental: es no perder uno mismo la dignidad, solo porque el mundo ya la perdió.