
No fue una broma, ni una muestra de afecto personal. Fue un acto de reverencia pública. Una noche, en una cena oficial, hace 16 años, vi a un empresario de renombre tomar con dos dedos un camarón y colocarlo delicadamente en la boca del político. En ese gesto estaba todo: la renuncia al espíritu crítico, la necesidad de cercanía al poder, el miedo a quedar fuera del círculo. No servía camarones, servía sumisión.
Esa imagen, aunque breve, permanece en mi memoria como una postal simbólica de algo mucho más profundo: la perpetuación de un personaje histórico que nunca desapareció del todo, el Mozo de taburete.
En la corte inglesa del siglo XV, este era el nombre de un noble asignado a asistir al rey durante sus necesidades fisiológicas. Era el encargado de alcanzarle la vasija, limpiar su cuerpo, y asegurar que el proceso fuera cómodo, privado y sin tropiezos. No era un sirviente menor, sino alguien de confianza absoluta, muchas veces más influyente que los propios ministros, porque tenía acceso al monarca en su momento más humano, más vulnerable, y a la vez más inaccesible para el resto del reino. Era, en resumen, quien limpiaba sin hacer preguntas y acompañaba sin cuestionar.
Ese arquetipo sigue vigente. Ya no está vestido con galas renacentistas ni habita palacios con cortinas de terciopelo. Hoy viste traje oscuro, se toma fotos en eventos, escribe columnas, preside gremios o levanta la mano en los parlamentos. Son los mozos de taburete del siglo XXI. Están en todas partes donde hay poder. Son empresarios que aplauden decisiones arbitrarias a cambio de contratos, aunque esas decisiones afecten la economía nacional. Son académicos que abandonan el rigor para repetir la narrativa oficial, mientras aseguran su espacio en la comisión de turno. Son periodistas que transforman el silencio en línea editorial, normalizando el abuso y glorificando el autoritarismo disfrazado de liderazgo fuerte.
Pero también están en la política misma. En los partidos que se dicen de oposición, pero que se acomodan en los pliegues del poder. En los diputados que votan sin convicción, que negocian sin principios, que se ausentan del deber moral de confrontar lo que saben está mal. Esos que dicen servir al pueblo, pero se convierten en cómplices disfrazados de moderados.
Y lo más peligroso: el mozo de taburete no se reconoce a sí mismo. Se considera leal, útil, estratégico. No ve que su verdadera función es cubrir con cortesía lo que debería ser enfrentado con dignidad. El problema no es solo que existan gobiernos autoritarios, caudillistas o manipuladores. El problema es que hay demasiadas personas dispuestas a sostener el taburete, a perfumar la escena, a dar legitimidad a lo indecente con tal de no perder su asiento.
Esta figura no pertenece a un solo gobierno, ni a una época específica. Es una constante histórica. Ha existido en dictaduras, en democracias, en transiciones. Ha aplaudido a presidentes de izquierda y a caudillos de derecha. Cambia de acento, de rostro y de excusa, pero su función sigue siendo la misma: servir al poder, incluso en sus excrecencias, para no ser excluido de su sombra.
No hay ley que prohíba su existencia, ni institución que lo regule. Pero sí existe una forma de contrarrestarlo: el escrutinio público. La vergüenza. El espejo. Exhibir al mozo de taburete es el primer paso para desmontar el ecosistema que permite al poder corromper sin resistencia. Mientras los ciudadanos aplaudan al que sirve el camarón y no al que levanta la voz, seguiremos rodeados de cortesanos sonrientes, satisfechos de su cercanía, orgullosos de ser útiles, aun cuando lo que limpian sea lo más sucio del sistema.