
Hay cosas que no solo se entienden con la mente, sino que se sienten con el cuerpo. Una de ellas es el olor a tierra mojada. Ese aroma que aparece cuando empieza a llover, que nos recuerda la infancia, el campo o los días en que todo parecía nuevo. Pero en realidad, ese olor tan rico no viene de algo limpio: proviene de la muerte.
Se llama geosmina, y la producen unas bacterias del suelo cuando mueren. Ese aroma característico tiene incluso un nombre: petricor. Cuando la lluvia toca la tierra, libera esa sustancia que flota en el aire y llega directo a nuestra nariz. No lo sabemos, pero cuando respiramos ese olor, lo que sentimos tan agradable no es más que el resultado de un proceso de descomposición. Y aun así, nos gusta. Nos calma. Nos conecta.
Eso mismo pasa con muchas cosas en nuestra vida pública y personal. A veces, lo que nos suena bien o nos parece bonito, en realidad viene de algo que ya está podrido por dentro. Y como ocurre con la geosmina, no siempre nos damos cuenta.
En la política, por ejemplo, es común ver a personajes que después de haber callado o sido parte del problema, de repente hablan con claridad, como si acabaran de descubrir la verdad. La gente los escucha y los aplaude, como si esa voz fuera nueva y valiente. Pero muchas veces, esa verdad llega tarde y desde el mismo lugar que antes callaba. Huele a sinceridad, pero no siempre viene de la limpieza.
Lo mismo ocurre con ciertos líderes religiosos que, aunque han abusado de su posición o se han enriquecido a costa de los demás, siguen hablando de moral, de valores, de fe. Y muchos creyentes prefieren no cuestionar de dónde viene el mensaje. Les basta con que las palabras suenen bien, con que el sermón dé consuelo. Se acepta el olor del discurso, aunque venga de un altar manchado.
En el mundo de los negocios pasa algo parecido. Hay empresarios que durante años permitieron abusos, maltratos, corrupción. Pero cuando el tiempo pasa y sus negocios crecen, se presentan como ejemplos de integridad. Escriben libros, dan charlas, enseñan a otros cómo “tener éxito”. Y aunque sus logros estén construidos sobre errores graves, la sociedad los admira. Nos dejamos guiar más por el aroma del éxito que por la verdad detrás de sus actos.
Y más abajo, en lo personal y profesional, aparece el personaje más peligroso: el que cree que se le debe tener respeto solo porque tiene dinero, aun sabiendo —o sabiendo que se sospecha— que su trayectoria está plagada de atropellos, usurpaciones y manipulaciones. A menudo, la sociedad lo valida simplemente por su apariencia de éxito. Algunos se le acercan por interés, aunque reconozcan que sus actos contradicen los valores que ellos mismos promueven. La apariencia de éxito tiene un olor fuerte, y en una sociedad donde el brillo pesa más que los principios, basta con tener para que muchos se inclinen.
Todos estos ejemplos tienen algo en común: nos atraen por lo que aparentan, no por lo que son. Huelen bien, pero no vienen limpios. Como la geosmina, no nacen de lo vivo, sino de lo que muere. Son verdades que llegan desde la descomposición, pero se disfrazan de renovación. Y eso es lo peligroso: que aprendamos a celebrar lo que solo perfuma, sin transformarnos por dentro.
Por eso, cada vez que una verdad nos parezca dulce, reconfortante o bien dicha, hay que escarbar un poco más hondo. Preguntarnos: ¿esto viene para sanar o solo para impresionar? ¿Esta voz dice lo que nunca se dijo o simplemente dice lo que conviene ahora? Porque si no cuestionamos el origen del aroma, podríamos pasar la vida respirando discursos muertos con olor a esperanza.