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La fractura de no hablar, un silencio que nos rompe

Javier Franco

En Honduras no se promueve el diálogo. Lo que abunda son gritos en redes, monólogos disfrazados de debate, promesas que nunca se cumplen. Y cuando no hay diálogo, lo que se siembra es desconfianza, fragmentación y violencia silenciosa que corroe las relaciones personales y la vida pública.

No somos un país arruinado, pero sí uno herido. Nos parecemos a una familia donde los hermanos dejaron de hablarse: se cruzan miradas frías, cargadas de enojo y miedo. Así estamos los hondureños: perceptibles, frágiles, en las graderías, viendo cómo otros deciden por nosotros. Esa pasividad es peligrosa porque un pueblo sin voz termina siendo un pueblo sin destino.

El verdadero diálogo que necesitamos no es una mesa de élites ni un espectáculo electoral. Es un proceso que empieza en lo más íntimo: reconocer la emoción, validar la catarsis y transformar el enojo en energía constructiva.

La catarsis es más que un desahogo: es el momento en que el ciudadano expresa su dolor, sus frustraciones y miedos sin ser juzgado. Es abrir la válvula de presión que llevamos acumulando durante años, para poder seguir adelante con mayor claridad y menos resentimiento. Cuando la catarsis se facilita con respeto, no destruye, sino que purifica; no divide, sino que libera. En ella está la clave para que la sociedad pueda escucharse a sí misma antes de sentarse a construir consensos.

La catarsis, entendida así, es también un acto de dignidad. Decir lo que sentimos no nos debilita: nos humaniza. El hondureño necesita un espacio donde llorar su desencanto, contar su historia, denunciar la injusticia que lo golpea y reconocer el miedo que lo paraliza.

Ese acto de abrir el corazón es el inicio de toda comunicación auténtica, y sin comunicación auténtica no hay diálogo posible. En la Pandemia de Covid, tuve el privilegio de originar una idea propia y junté virtualmente a amigos comprometidos con este país en un modelo de diálogo hecho en Honduras, por hondureños y para hondureños, que incluso fue compartido y sistematizado en el seno del Consejo Hondureño de la Empresa Privada. No lo concebí como un ejercicio personal, sino como una contribución ciudadana a la construcción de un país que necesita escucharse más que nunca.

El diálogo que propongo se teje como un ciclo, donde primero escuchamos a cada sector en sus dolores e intereses (el preámbulo), luego buscamos puntos de encuentro (el puente), y finalmente nos sentamos a construir acuerdos (el diálogo). Así, la catarsis se vuelve semilla de reconciliación y no pretexto para la confrontación.

Lo vemos todos los días: comunidades divididas por disputas políticas que rompen la convivencia, familias que prefieren callar antes que hablar de sus diferencias, jóvenes que sienten que su voz no cuenta y terminan migrando. Ese silencio impuesto es la factura más alta de no dialogar: un país que se desangra por dentro mientras aparenta seguir funcionando por fuera.

Si otros países, incluso devastados por guerras internas, lograron recomponer su tejido social mediante el diálogo, Honduras también puede. Pero necesitamos que sea inclusivo y ético, con los derechos humanos como eje transversal. No se trata de negociar favores, sino de recordar que la libertad, la dignidad y la justicia son el punto de partida.

Cuando no hay diálogo, las consecuencias ya las conocemos: polarización tóxica, corrupción que profundiza desigualdades, jóvenes sin futuro que terminan migrando. Pero si apostamos por un diálogo real, podemos empezar a sanar heridas, a confiar otra vez y a reconciliarnos con la idea de país que queremos construir.

Honduras necesita moverse ya de la gradería a la cancha. No para pelear, sino para escucharnos. No para repetir consignas, sino para construir consensos. No para sobrevivir, sino para vivir con dignidad. Y el primer paso está en lo cotidiano: escucharnos en la familia, respetar la opinión del vecino, abrir espacios en las escuelas, en las comunidades y en las organizaciones. Porque el gran diálogo nacional empieza en los pequeños diálogos de todos los días.

El momento de abrir ese diálogo no es mañana ni después: es ahora. Porque si seguimos sin hablar, terminaremos siendo un país que solo se reconoce en el silencio de sus fracturas. Pero si nos atrevemos a dialogar, podremos escribir juntos la página pendiente: la de una Honduras reconciliada consigo misma.

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