“Con boca roja y grandes mamas flojas, la desilusión”, Silvio Rodríguez.
Hace tiempo que la consigna de “transformar Honduras” despierta reacciones cada vez más escépticas. La política misma, como el esfuerzo colectivo por excelencia, emerge ahora como una actividad desprestigiada. Su capacidad para inducir cambios sociales positivos y para modificar el mundo de acuerdo a los preceptos de la razón, está por tanto muy restringida.
En el fondo existe una enorme desilusión e incluso rabia. La política no es ya la actividad social más noble del ser humano como la concibió Aristóteles. La democracia liberal, tal y como la soñaron Morazán y Valle o después Soto y Rosa, parece caminar cuesta abajo.
El trasfondo de ambos desengaños es el mismo: el descrédito hacia la razón, el criterio ético y científico en la toma de decisiones y también la subrogación de la búsqueda del bien común por la ambición de poder o el lucro desmedido.
Steven Pinker en su reciente libro: “Enlightenment now” (En defensa de la ilustración), expresa la necesidad de reformular los ideales que generaron el salto del mundo hacia el bienestar forjados por la ilustración en un leguaje aplicable a los desafíos del siglo XXI.
A pesar de sus extravagancias, los enfoques postmodernistas hacen bien en enfatizar ellados negativo de lo que está realmente en crisis: el ámbito moderno que surgió con el Renacimiento, la Ilustración y la predominancia de la ciencia. Si queremos rescatar la política como fuente de cohesión, será necesario retomar el camino que iniciara Kant hace 3 siglos y encaminarnos hacia el reforzamiento del conocimiento científico como vía para el cambio; si a esto sumamos la legitimidad que otorga la participación, pues, ¡la tarea será completa!
La decadencia de la política como actividad racional, deliberativa y consensuada coincide con el auge de la llamada razón instrumental. Aquello mismo que nos da la libertad para actuar siguiendo nuestros instintos para buscar el bienestar, nos impide accionar en forma efectiva en la solución de problemas comunes. En otras palabras: los mismos elementos que nos liberan para ir por la felicidad, generan incentivos perversos que impiden un desarrollo colectivo eficaz y respetuoso.
Lo acontecido en las últimas semanas en todo el país, es una muestra del patrón que, año con año, ha venido minando la efectividad de los acuerdos sociales que deberían llevar a Honduras a mejores estadios de desarrollo. Un ensayo electoral chapucero y cínicamente defendido por personas sin ética o inteligencia, la vulgarización del debate en torno a la corrupción, el descalabro general en el manejo de los asuntos públicos, ¡en fin! Todo da la impresión de que la sociedad ha llegado a una especie de “punto de no retorno” y que de aquí en adelante la consigna debe ser el cambio.
Complicado el panorama para iniciar un diálogo abierto. Aun cuando exista la voluntad para empezar a proponer las reformas que nos lleven a una mejora en la prestación de servicios de educación y salud en el país, la percepción de ilegitimidad, la desconfianza y la descalificación mutua perviven en el ambiente y así, sin confianza, es imposible conseguir los consensos adecuados.
La cortina mediática levantada por el gobierno en torno a las ya tristemente célebres “ZEDES”, logró desviar la atención sobre la trama crucial que fija los intereses de la élite: la necesidad de una verdadera reforma a la Ley Electoral. A pocos días de la fecha límite, parece que la suerte está echada y no quedará más remedio que ir a elecciones con las mismas reglas del 2017, lo cual presagia una nueva crisis.
Por supuesto que resaltan ya las voces de alerta: “no vale la pena dialogar, les engañarán cómo lo han hecho antes” y es entendible que sea así. Hasta ahora, tanto el dialogo político como el sectorial de cualquier índole, solo han servido para legitimar y consolidar con el tiempo, en control absoluto del “stablishment” sobre el “status quo”. Pero ¡ojo!, si se dan los pasos adecuados, si se actúa con la firmeza y prudencia necesarias, se puede lograr la victoria de la inteligencia y la honestidad, sobre un orden político que lo único que ha causado es destrucción y miseria.
El descontento generalizado en la población puede ser percibido como un reproche permanente a todos los sistemas establecidos. Debemos, por lo tanto, buscar formas –no totalmente nuevas, porque eso sería una quimera utópica– de una convivencia social aceptable, evitando errores ya cometidos en la historia. Para este análisis de lo que debemos evitar, es imprescindible, como decía Theodor W. Adorno, una actitud de modestia: el conocimiento adecuado de lo falso es ya el índice de lo correcto.
El camino está abierto. No se trata de confiar por confiar; hay que aprender a vigilar, a exigir y a rendir cuentas. La oportunidad está abierta y en nuestras manos está saber aprovecharla para el bien de todas y todos.