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Gobernar como Pigmalión

Por: Javier Franco Núñez

En el Siglo I a. C., Ovidio escribió Las Metamorfosis, donde aparece el mito de Pigmalión. Cuenta el mito que Pigmalión, escultor refinado, modeló con sus manos una estatua tan perfecta que terminó enamorado de ella. La llamó Galatea. La cuidó, le habló, la contempló. Y tanto creyó en su belleza que Afrodita, la diosa del amor, le concedió el deseo: Galatea cobró vida. El mito cerró con un beso, una bendición divina y un final feliz.
Pero esa era la versión griega.

En la versión tropical de este siglo, el escultor ya no moldea con mármol, sino con discursos; ya no invoca dioses, sino encuestas; y ya no se enamora de una estatua, sino del poder mismo. Es el nuevo Pigmalión: quien gobierna y esculpe su permanencia con narrativas tan artificiosas como efectivas.

Este Pigmalión moderno se autoconvence de que sin él, el país se cae. Que su liderazgo es insustituible. Que su obra apenas comienza. Y entonces, con ayuda de su maquinaria de propaganda, da vida a una nueva Galatea: la narrativa que justifica su derecho sagrado a quedarse.

Galatea, esta vez, no es de mármol, sino de narrativa. Repite que “el pueblo lo respalda”, aunque el pueblo ya no se acuerde por qué. Anuncia que “la oposición ya está cocinando el fraude”, aunque el calendario electoral apenas arranca y ya lo entorpecer. Se anticipa al juicio de la historia, sembrando el miedo de que todo proceso electoral sin él será ilegítimo.

Como si el sistema democrático fuera apenas un escenario donde el escultor ensaya su próximo monólogo. Y si alguien osa contradecir esa verdad esculpida, se activa otra Galatea: la narrativa de persecución. “Me quieren derrocar.” “No me dejan gobernar.” “No me entienden.” Todo aquel que no aplauda es traidor, vendido o parte de un complot.

Así, quien gobierna no dirige ya una nación, sino una ficción cuidadosamente diseñada donde él es víctima, héroe y mártir al mismo tiempo. Se enamora tanto de su papel que no puede bajarse del escenario, aunque el telón ya debió cerrarse.

Como Pigmalión, cree tanto en su obra que termina creyéndose eterno.
Pero esta versión del mito no la dirige Afrodita. La esculpen operadores digitales, medios complacientes y ejércitos de bots con perfil patriótico. Y no es amor lo que da vida al artificio, sino el miedo a perder el poder. Porque lo que el nuevo Pigmalión no soporta,y eso sí sería tragedia griega, es que alguien más tome el cincel y esculpa una nueva realidad.

Una donde el poder vuelva a ser un cargo temporal y no una estatua que exige adoración perpetua.

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