
Hace 40 años, el mundo estaba inmerso en la Guerra Fría. Los dos bloques principales competían en múltiples ámbitos, pero ambos promovían un mensaje universalista para atraer simpatizantes y aliados. En el bloque occidental, se acogía a quienes creían en la libertad política y económica, mientras que el bloque socialista ofrecía una visión de transición hacia un orden social más justo. Aunque esta es una simplificación, ambos sistemas buscaban proyectarse como modelos universales para toda la humanidad.
Con el colapso del comunismo internacional y el ascenso de las economías de mercado globalizadas, se impulsó la universalización de la democracia y el capitalismo con un enfoque de bienestar social. Esto generó décadas de progreso en muchos sectores, pero también provocó fricciones y resentimientos en comunidades y sectores que se sintieron marginados o perjudicados por estos cambios.
Sin embargo, este modelo globalizado nunca se consolidó plenamente como un sistema universal. En regiones como Asia, África y Europa del Este persistieron enfoques de desarrollo distintos, así como conflictos históricos no resueltos. Para muchos, la integración en una cultura global impuesta desde el exterior no resultó atractiva, lo que llevó al resurgimiento de nacionalismos étnicos y religiosos que, desde la perspectiva del mundo globalizado, parecían anacrónicos.
A medida que avanzó la globalización y cambiaron los patrones demográficos, se revirtieron dinámicas establecidas desde la época colonial. Mientras que en el pasado europeos como ingleses y españoles migraban en grandes números debido a su crecimiento poblacional y ventajas de desarrollo, ahora el flujo migratorio se ha invertido. Asimismo, la producción industrial ha pasado a manos de países que antes eran considerados meramente agrícolas o dependientes. Estos procesos han causado una pérdida de apoyo para el statu quo de parte de sus mayores beneficiarios aparentes.
Estamos en una etapa de cambios acelerados en la política internacional. Aunque muchos de estos fenómenos parecen recientes, son el resultado de una evolución histórica que ha transcurrido de manera silenciosa. Hoy, los efectos de esa transformación son evidentes, aunque aún no sabemos si serán temporales o permanentes. Lo que sí podemos observar es una transición del internacionalismo hacia el nacionalismo. La lógica de una derecha e izquierda con intereses transnacionales respondía al modelo globalizante; en la actualidad, vemos más bien a los Estados priorizando sus intereses nacionales sobre sus afinidades ideológicas.
Para Honduras, comprender esta transición es fundamental. Hay que reconocer que las soluciones de nuestros problemas no nos vendrán del exterior (como, en realidad, nunca nos han venido), tenemos una responsabilidad propia e ineludible. Nuestra ubicación geográfica y estructura económica hacen que nuestra relación más influyente siga siendo con Estados Unidos. Si bien en los últimos años se habló de una multipolaridad en la región, es evidente que la prioridad sigue siendo nuestra conexión con Washington.
En este contexto, es importante que los diferentes sectores ideológicos del país cuestionen sus paradigmas y dogmas. La política exterior de Estados Unidos ha reducido su intervencionismo, lo que puede traer ventajas o desafíos según el actor que lo analice. En términos prácticos, esto significa menos injerencia en la política interna hondureña y más énfasis en asuntos estratégicos para sus propios intereses. En la región, en lugar de enfocarse en quién gobierna o en cuestiones ajenas a su agenda, EE. UU. parece estar priorizando áreas concretas de cooperación con los gobiernos.
Frente a esta nueva realidad, Honduras debe adaptarse y aprovechar las oportunidades emergentes. En materia comercial, la proximidad geográfica y la integración logística pueden convertirse en ventajas competitivas. En el ámbito migratorio, existen oportunidades de cooperación que podrían traducirse en mayores cuotas de trabajadores temporales. En seguridad, se espera que continúe la colaboración en la lucha contra amenazas comunes, con más vigor de parte nuestra.
El mundo está cambiando, y Honduras debe aprender a navegar estas aguas de manera ventajosa. Debemos afianzar nuestro compromiso con valores propios como la democracia y la tolerancia, pero manteniendo nuestro interés pragmático en mente. La clave está en reconocer estas transformaciones y trabajar estratégicamente para generar nuevas oportunidades en este escenario dinámico.