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Espejo o espejismo: la fe de los que cierra los ojos y lloran sin mover el corazón

Por: Javier Franco Núñez

El 28 de septiembre de ayer se conmemoró el Día de la Biblia, fecha que recuerda la publicación en 1569 de la primera traducción completa al español realizada por Casiodoro de Reina, conocida como la Biblia del Oso.

Aquel acontecimiento no solo representó la circulación de un libro, sino la democratización del acceso al conocimiento espiritual. Hasta entonces, el texto sagrado estaba confinado al latín, reservado a clérigos y eruditos, mientras el pueblo dependía de la voz de otros para conocer sus enseñanzas.

Con la Biblia del Oso, por primera vez, millones de personas tuvieron la posibilidad de leer directamente la Palabra en su propio idioma. Fue un acto de valentía, pues en su tiempo significaba enfrentarse a la persecución y al riesgo de herejía.

Hoy, siglos después, esta conmemoración sigue siendo motivo de reflexión sobre la fe, la coherencia y la forma en que vivimos lo que creemos.

Sin embargo, hay un hecho que nunca debe olvidarse: la Biblia fue escrita por hombres imperfectos. Aunque inspirados, eran humanos, con virtudes y defectos, y por ello sujetos a errores, limitaciones y contradicciones. Esa condición explica por qué, a lo largo de los siglos, cada generación ha interpretado sus páginas desde su propia conveniencia.

No es extraño ver cómo líderes, iglesias o grupos han utilizado versículos como justificación de sus intereses, exaltando unos textos mientras silencian otros.

La paradoja se acentúa cuando figuras de autoridad espiritual, papas, obispos, pastores, sacerdotes, bendicen a personajes con poder que han violado abiertamente los mismos mandamientos que proclaman. Para algunos, esos gestos representan perdón y reconciliación; para otros, son indulgencias disfrazadas que pasan por alto el sufrimiento de miles de personas dañadas por decisiones injustas. Aquí surge la pregunta inevitable: ¿es la fe un camino de transformación interior o un escudo de legitimidad social?

Más allá de esta tensión, la Biblia sigue siendo una guía para la vida diaria y toca tres aspectos que todos enfrentamos: lo que hacemos, lo que tenemos y lo que somos. El hacer aparece en historias como la de los talentos, que enseña a aprovechar lo que recibimos, o la del buen samaritano, que muestra la importancia de ayudar al prójimo sin esperar nada a cambio.

El tener se refleja en las advertencias sobre cómo usamos los bienes materiales, recordando que acumular riquezas no es lo esencial. Pero lo más profundo está en el ser: ahí se habla de humildad, de paz, de misericordia, y de cómo el corazón dispuesto es lo que hace que una semilla de fe dé fruto.

Desde la filosofía, se ha dicho que las virtudes no son gestos aislados, sino hábitos que se practican todos los días. La fe, vista así, no es solo un ritual o una emoción momentánea, sino un compromiso personal y auténtico. Por eso la Biblia no debería entenderse como un conjunto de reglas externas, sino como una invitación a unir lo que hacemos y lo que tenemos con lo que verdaderamente somos.

El problema es que muchas veces la fe se queda en lo superficial. Gestos como cerrar los ojos, levantar las manos o llorar pueden emocionar, pero no siempre muestran un cambio real en la vida de una persona. La Biblia, en ese sentido, puede ser un espejo que nos muestra quiénes somos en lo más profundo, o un espejismo que solo proyecta una imagen hacia afuera.

Desde la psicología, se entiende que las emociones religiosas son fuertes, pero si no se transforman en acciones coherentes se quedan en lo pasajero.

Desde lo social, también es claro que la religión puede ser tanto un consuelo como un instrumento de poder. Y es allí donde aparece la diferencia entre una fe sincera y una fe aparente.

El Día de la Biblia, por tanto, no debería reducirse a una celebración ritual ni a un recuerdo histórico. Más que conmemorar la impresión de un libro, es la oportunidad de cuestionarnos si nuestra vida refleja coherencia o si nos hemos dejado llevar por las apariencias.

El desafío está en reconocer si la Biblia actúa en nosotros como un espejo que transforma o como un espejismo que engaña. Y la pregunta, incómoda pero necesaria, sigue siendo la misma: ¿estamos realmente viviendo lo que creemos o solo representamos un papel?

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