
Desde hace más de una década, he tenido la oportunidad de participar en la elaboración de estudios de línea de base y diagnósticos electorales que permiten leer, con anticipación, las señales de lo que puede ocurrir en un proceso político. En 2012, 2017 y 2021, esas herramientas técnicas me permitieron advertir escenarios de conflicto, manipulación narrativa, uso estratégico del descrédito y deslegitimación de actores. Lo que en su momento fueron señales dispersas, y a veces ignoradas, terminó confirmándose como parte del deterioro progresivo de la competencia democrática en Honduras.
En 2024 advertí que el proceso de elecciones primarias y generales del 2025 estaría marcado por una guerra de cuarta generación, entendida como una confrontación no convencional que utiliza armas psicológicas, legales, digitales e informativas. No se trata solo de erosionar al adversario político, sino de descomponerlo emocionalmente, asfixiarlo mediáticamente, desgastarlo institucionalmente y reducirlo a un blanco vulnerable.
En este tipo de guerra no se busca el debate, sino la desestabilización; no se lucha por propuestas, sino por controlar el entorno de percepción a través de ataques virales, desinformación planificada y presión psicoemocional. Se pierde no por falta de ideas, sino por la intensidad del asedio.
En medio de ese entorno tóxico, una de las armas más efectivas ha sido la presión psicoemocional dirigida a liderazgos específicos. Se ha ejercido una guerra psicológica meticulosa, muchas veces invisible, pero profundamente eficaz. Se han degradado entornos, sembrado rumores, amplificado errores y alimentado el aislamiento con precisión quirúrgica. Algunos liderazgos clave, frente a esa combinación de desgaste emocional, desinformación y presión pública, han optado por replegarse, retirarse o renunciar a espacios decisivos. Todo esto no ha sido casualidad, sino parte de una táctica cuidadosamente diseñada: confundir, desestabilizar, debilitar.
Además, los bajos instintos han sido explotados sin escrúpulos. La mentira planificada, la noticia falsa difundida con cálculo, el rumor amplificado y la indignación fabricada se han usado como instrumentos de combate. No para proponer, sino para arrasar emocionalmente al otro. Se ha naturalizado una dinámica donde ganar no significa convencer, sino destruir la voluntad del adversario. La estrategia es clara: si no puedes vencer a tu oponente en el plano de las ideas, llévalo al terreno donde sus emociones lo traicionen.
Y es justamente ahí donde esta campaña revela su mayor perversión: la elección del campo de batalla. Como los vikingos en territorio inglés, que decidían dónde combatir para asegurar su victoria, algunos actores han logrado sacar a sus rivales del terreno programático y empujarlos al pantano de la opinión pública, donde todo es ruido, reacción y confusión.
En lugar de propuestas, se impusieron polémicas diseñadas para distraer. Muchos han caído en esa trampa, alejándose de la responsabilidad que exige esta etapa: hablarle al país con ideas, no con reflejos defensivos.
Por eso insisto: esta campaña no es convencional. No se libra solo en mítines ni en medios tradicionales. Se juega en entornos digitales creados para alterar la percepción, el juicio y la estabilidad emocional de los contendientes. No se trata únicamente de captar votos, sino de manipular estados de ánimo colectivos, debilitar figuras incómodas y simular escenarios artificiales para torcer decisiones reales.
Lo más alarmante no es solo el uso sistemático de estas tácticas, sino que la desinformación, el hostigamiento emocional y el golpe bajo se han normalizado como parte legítima del juego político. Se aplaude la mentira si perjudica al adversario y se ignora el daño si favorece al propio bando. El debate fue reemplazado por la agresión estratégica.
Este comportamiento evidencia un deterioro del consenso democrático básico. La verdad ya no es un valor compartido, sino un recurso manipulable. El silencio ante los excesos no es neutralidad: es complicidad.
Quien aún cree que esta es solo otra campaña, no ha comprendido la magnitud del asedio. Lo que está en juego no es una elección, sino el tipo de país que estamos aceptando como posible.
Lo que estamos aceptando como posible no siempre fue pensable. La teoría de la ventana de Overton, desarrollada por el investigador Joseph P. Overton, explica cómo ciertas ideas, aunque en su origen parezcan inaceptables o impensables, pueden ser desplazadas gradualmente hasta convertirse en aceptables, razonables o incluso políticas públicas legítimas. No es la verdad la que cambia, sino la percepción social sobre lo tolerable.
En esta campaña hemos visto cómo se ensanchó esa ventana: la mentira calculada dejó de escandalizar, el hostigamiento se volvió herramienta legítima, y el desgaste emocional del adversario fue aceptado como táctica válida. Todo eso, que antes habría generado rechazo, hoy se normaliza con silencio o aplauso. Y si no frenamos ese desplazamiento, corremos el riesgo de construir, paso a paso, sin notarlo, un país donde lo inaceptable no solo es tolerado, sino gobernado.