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Matar a Leviatán

Julio Raudales

El pasado sábado 28 de este mes que agoniza, la capital hondureña despertó al ritmo de tambores de fiesta (¿o de guerra?), cual premonición agorera del apocalipsis que se avecina.

Para la militancia política en el poder, es decir, para quienes controlan el presupuesto nacional que se financia con nuestros impuestos, la fecha evoca el renacimiento de esta nación sempiternamente inmadura. ¿Es eso cierto? ¿Será ello justificación para salir a las calles a marchar y gastar los recursos públicos en fiestas y tamborileadas?

En efecto, el 28 de junio, día de ingrata memoria para la gente de bien, se recuerda el summun de una crisis provocada por la inmadurez y estulticia de sus gobernantes; la efemérides que muestra, sin lugar a dudas, que en Honduras, la política es el oficio de los menos dotados, de los ineptos e irresponsables, ¡en fin!, de los menos recomendados para ejercerla.

¿Por qué será que una responsabilidad tan grande, como es administrar el interés colectivo, ha estado siempre en manos de personas tan poco calificadas para hacerlo? Es lamentable que el estado, un invento humano con objetivos loables, se haya degenerado hasta tal punto, que en países como Honduras sea el refugio de los más corruptos, inoperantes y malvados.

Fue el gran filósofo político ingles Thomas Hobbes, quien en el siglo XVII nos enseñó con maestría lo terrible que a lo largo de la historia ha sido el rol de los gobernantes, quienes en nombre del bien común han esquilmado a la gente, usando la ficción de la “protección social” y el cuidado de sus “sagrados intereses”.

Haciendo gala de una espléndida maestría, Hobbes asemeja al estado con un monstruo: El Leviatán, el dragón más temido de la mitología antigua, para explicar y justificar la existencia de un Estado absolutista que subyuga a quienes debería proteger.

La mayoría de los políticos hondureños, no importa el color o credo que profesen, asemejan, muchas veces de forma inconsciente, al Estado con ese monstruo todo poderoso que debe estar inmerso en cada acción de los individuos, que debe indicarles cómo manejar su economía, relacionarse con los demás, indicarles con quién no casarse e incluso, qué libertades civiles pueden ejercer y cómo deben hacerlo.

En otras palabras, para ellos el Estado debe ser, como lo describió Hobbes, un Leviatán de cientos de ojos y tentáculos, con la capacidad suficiente de controlar a la totalidad de los ciudadanos.

Por supuesto que para los políticos es mejor que el monstruo sea cada vez más grande, ya que así tendrán un mayor control sobre los ciudadanos y así, en este ciclo interminable, discurre nuestro andar ciudadano: Entre mayor el tamaño del monstruo tendrá más hambre y habrá que pagar más impuestos para alimentarlo.

Es así como los mismos ciudadanos alimentan al Leviatán que controla sus vidas y con ello alimentan el bolsillo de los políticos que lo utilizan para saciar su deseo incontrolable de poder.

No debería de extrañarnos entonces, que cuando salen a la luz casos de corrupción y abuso, como el surgido la semana anterior, donde queda evidente una vez más que nuestros impuestos sirven sobre todo para saciar su voraz apetito, esos mismos políticos busquen como justificar sus temerarias acciones y así seguir hurgando nuestro bolsillo para alimentar a Leviatán.

Estas almas innobles, que utilizan al Estado para controlar la vida de los ciudadanos, así como para atornillarse en el poder y garantizar, de manera cruel y atrabiliaria, que el ciclo de hambre, ignorancia y violencia ciudadana sea interminable, no pararán en su objetivo de desangrar y empobrecer a la gente que dicen proteger.

Es posible que cuando los ciudadanos no tengan con qué alimentar al Leviatán, los políticos traten de convencernos de que nos ofrezcamos como sacrificio para no desatar la furia del monstruo. ¿Lo lograrán? ¿O será que un día despertarán de su letargo y entender que lo mejor es dejar que el Leviatán, y a la vez nuestros políticos, mueran de hambre?

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