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Lo mítico y lo estoico

Julio Raudales

Es complejo intentar razonar sobre algo que, definitivamente, va a afectar nuestro futuro y -lo que es peor- el de gente que ni siquiera ha nacido, cuando hay en el ambiente tanto determinismo, simplicidad de análisis y, por ende, convicciones nacidas de la entraña o de la candidez.

Pero el asunto se agudiza cuando el estado, esa ficción o “realidad imaginada”, para ponerlo con las palabras de Harari, que los seres humanos hemos concebido como mecanismo idóneo para ordenar y resolver nuestros problemas colectivos, es asaltado por personas irracionales, iletradas y sobre todo resentidas, dispuestas a destruir sin miramientos cualquier idea o constructo que perciban como culpable de sus sufrimientos pretéritos.

Peor aún es observar cómo, desde el balcón -lira en mano- un bicho ignorante, golpeado y golpista, incendia la ciudad sin compasión, sin importar que en la acritud de su delirio, morirán también los inocentes. ¡Hay que cobrar el agravio!, deshacer lo que no se ha hecho, quemar el pajar para encontrar la aguja.

Pero lo más grave, lo patético y al final, lo imperdonable, es la actitud y desparpajo de los Sénecas fortuitos, los Cicerones acobardados que conociendo el daño que hace el sátrapa, se inclinan áulicos en su presencia, agachan la cerviz y le glorifican, aun sabiendo el profundo desprecio que siente por ellos. “Entre más estudian y títulos tienen, más ladrones y pícaros son” dice en su estulticia. Y ellos sonríen obsecuentes, regalones.

Grave, patético e imperdonable es también el cinismo de quienes, sabiéndose arrancados de sus granjerías, ahora pretenden recusar lo que antes ellos hacían quizás con mayor desvergüenza, aunque sí, con más astucia. ¿Con que cara reclaman ahora? si hasta hace unos meses se pavoneaban engreídos e inconscientes de su temporalidad, de que temprano o tarde tendrían que bajarse de su falso parnaso y adherirse a la triste realidad de su ignorancia.

Acemoglu y Robinson insisten en su último trabajo conjunto “El pasillo estrecho”, en la necesidad de un estado deliberadamente débil, que no atosigue a la ciudadanía que tiene que servir, pero también, lo necesariamente fuerte para evitar que reine el caos y que se adueñen la anarquía y el desorden.

Lo triste es que en Honduras parece ser que no se trata de un “trade off” o una disyuntiva: somos uno de esos singulares casos en que ambos, anarquía y autoritarismo, reinan sin compasión por las personas. Parece que no hay salida: el estado no es el pasillo estrecho que lleva a la paz, sino un callejón sin salida del cual pareciera que solo se puede huir, como dijo desde París, en un momento premonitorio, el gran Simón Bolívar sobre Latinoamérica.

El estado asume horondo y de manera legal y “legítima”, el compromiso de gastarse 392 mil millones, casi la mitad de lo que producirá el país durante el año y lo hará, como siempre, en cosas vanas que no beneficiarán a la gente, sobre todo a las más pobre. Lo que no saque vía carga tributaria, lo va a hollar de las bóvedas del Banco Central quien ya se acostumbró a entregar lo que no es suyo, sin importar el mañana, aunque si algo tuviera que cuidar ese organismo, es precisamente eso, el mañana.

Lo demás lo quitará prestado. A la banca nacional, a los institutos de previsión o a otros gobiernos que colocan recursos en organismos y bancos de desarrollo, con la esperanza de que cese la pobreza en estos lares y que sus atribuladas mujeres y aterrados jóvenes no sigan huyendo hacia sus países.

¿Y para qué tanto gasto? ¿para qué expropiar a pobres y ricos de sus lánguidos o portentosos patrimonios? No para educarlos o mantenerlos sanos, tampoco para darles buenas vías o hacerlos competitivos como indican los manuales de buenas prácticas políticas. No. El afán pareciera dirigido a crear caos, pero también a someter.

No hay tal pasillo estrecho como afanan Acemoglu y Robinson. Lo que hay es desorden controlado y por ende sufrimiento y desesperanza. Y así entre lo mítico y lo estoico discurre el devenir. Sin más esperanza que la que ofrecen los que en arranque de valor cogieron camino y huyeron de aquí, de esta ciudad en llamas que se consume mientras su ignorante aprendiz de Nerón canta en el balcón.

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