
Imaginemos un aula sencilla. Un pizarrón verde, tiza blanca, pupitres gastados. No es una universidad extranjera ni un salón elegante; es una escuela como las de siempre. El maestro se pone al frente y dice:
—Hoy no vamos a memorizar fechas ni nombres. Hoy vamos a entender.
En la primera línea del pizarrón escribe en grande “Democracia” y debajo añade: “No es solo votar.” Explica que la democracia empieza cuando la gente entiende lo que pasa y se debilita cuando deja de entender. Porque cuando nadie explica, otros interpretan, y así la percepción manda más que la realidad.
Borra parte del pizarrón y escribe otra palabra: Posverdad. Explica que no es una mentira pura, sino una historia repetida con tanta emoción que termina pesando más que los hechos, simplemente porque nadie tradujo lo complicado a un lenguaje sencillo.
Entonces, un alumno levanta la mano y pregunta:
—Profe, ¿y quién tiene la culpa cuando la gente se confunde?
El maestro responde con calma que no se trata de culpas, sino de responsabilidad. Si los procesos son difíciles y nadie los explica, la confusión no es culpa de la gente, sino una consecuencia natural.
El maestro añade: “Si no se explica, se distorsiona.” En elecciones, esto es crítico. Si nadie traduce lo técnico, la ciudadanía queda como estudiantes sin guía. En ese silencio, cualquier versión parece válida.
Otro alumno pregunta si la democracia falla entonces. El maestro sonríe y dice que la democracia no falla por tener problemas, falla cuando deja de enseñar. Una democracia que no explica se vuelve lejana, como una materia difícil que nadie quiere cursar.
Antes de terminar, escribe: “Entender es decidir mejor.” La democracia no se defiende solo en tribunales; se defiende explicando, escuchando y repitiendo con paciencia. Una verdad incómoda, bien enseñada, siempre resiste más que una mentira cómoda.
Suena el timbre. Nadie se levanta de inmediato. El maestro borra el pizarrón despacio.
La lección queda.






