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La corrupción solo cambió de bandera política

Por Dagoberto Rodriguez

El escándalo del “Cheque Video”, que en los últimos días ha acaparado la atención de los medios de comunicación y ha provocado el consiguiente repudio de la sociedad hondureña, ha producido un cisma —por no decir una hecatombe— en el gobierno y en el partido Libertad y Refundación (Libre), a pocas semanas de la celebración de las elecciones generales.

Este nuevo capítulo de corrupción ha vuelto a poner en la picota pública la inveterada y vieja práctica del uso irregular y clientelar de los fondos públicos para financiar campañas políticas. Millonarias subvenciones y ayudas, entregadas a diputados del Congreso Nacional bajo el pretexto de proyectos y programas sociales, han terminado una vez más engrosando los bolsillos de gestores, amigos, familiares y aliados políticos del partido en el poder.

Paradójicamente, en sus años de oposición y durante la campaña de las últimas elecciones generales, la dirigencia y militancia de Libre ondearon la bandera anticorrupción con fervor casi mesiánico. Fueron los más feroces críticos del latrocinio en la era de Juan Orlando Hernández, y esa postura les granjeó la simpatía de un electorado cansado del saqueo sistemático del Estado. Sin embargo, tras tres años y medio de gobierno, ese discurso se ha ido literalmente por el caño del desagüe, traicionado por los mismos vicios que prometieron erradicar.

La postergada llegada de la Misión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (CICIH), junto con el narcovideo que involucra a Carlos Zelaya, ya habían comenzado a erosionar la confianza ciudadana en Libre y su narrativa de refundación. Pero el escándalo de Sedesol terminó de socavar la poca credibilidad que quedaba, dinamitando de forma irreversible el discurso de lucha contra la corrupción que hasta ahora había sostenido el oficialismo.

En un intento desesperado por salvar lo poco que les queda de capital político y atenuar el daño a la aspiración presidencial de Rixi Moncada, el partido decidió sacrificar a dos de sus piezas más consentidas: el ministro de Sedesol, José Carlos Cardona, y la vicepresidenta del Legislativo y subjefa de bancada, Isis Cuéllar, ambos protagonistas de esta trama de corrupción. No obstante, estas acciones son poco más que un espectáculo calculado, un intento burdo por lavarse la cara y recuperar una imagen ya irremediablemente erosionada.

Con apenas unos meses para las elecciones del 30 de noviembre, la recuperación de la confianza pública es, en la práctica, una misión imposible. Frente a ello, los únicos recursos que le quedan al oficialismo son: Utilizar toda la maquinaria estatal y los fondos públicos para intentar maquillar su reputación, montar un fraude electoral de proporciones históricas o en el peor de los escenarios, subvertir el orden constitucional para perpetuarse en el poder a la fuerza.

En este contexto, no cabe duda de que en las próximas semanas asistiremos a una ofensiva mediática sin precedentes. Libre desplegará una estrategia agresiva en redes sociales y medios afines para revertir el daño, intentará convertir a los críticos en enemigos del “proceso de refundación” y blanquear la narrativa oficial. De hecho, ya hemos comenzado a escuchar a los voceros del régimen repetir el mismo guion: que este escándalo es obra de “una o dos manzanas podridas” y no del partido ni del gobierno, en un intento desesperado por desmarcarse de la podredumbre que hoy los alcanza.

La historia reciente nos enseña que cuando la corrupción cambia de bandera política, no desaparece: se recicla, se reinventa y se profundiza. Y esta vez, el precio lo pagará una ciudadanía harta de ser saqueada por quienes ayer prometieron redención y hoy reproducen las mismas prácticas de sus antecesores.

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