Washington.- Carlos tiene 28 años y «por el trauma» de sus 45 días de viaje atravesando América no recuerda cuántas noches lleva en Washington. La hemeroteca lo sabe: la madrugada del pasado día 15, un autobús los «dejaba botados» frente a un lugar en el que jamás imaginó estar: la casa de la vicepresidenta estadounidense, Kamala Harris.
«Nos dijeron ‘bájense ahí, que aquí es donde se van a quedar’. Me bajo y veo unos policías y veo que dice ‘naval’, que empiezan a llegar periodistas. Ahí es donde vino mi pregunta, ¿dónde estamos, por qué acá?», cuenta a Efe el joven venezolano.
Las televisiones amanecían con las imágenes de decenas de inmigrantes bajándose de dos autobuses, desorientados, sin saber dónde ir, junto al Observatorio Naval, la residencia oficial de Harris.
En el viaje, organizado por el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, dos agentes que los acompañaron les habían prometido techo y comida al llegar. Pero solo había focos y flashes, los de la prensa avisada para presenciar el show mediático.
Cuando abordó el bus, a Carlos lo convirtieron en una ficha del juego político que los gobernadores republicanos llevan meses practicando, el traslado de inmigrantes desde sus estados a otras partes del país, como protesta por la política migratoria del presidente Joe Biden.
Prácticas que en las últimas semanas, con la cercanía de las elecciones legislativas de noviembre, se han especializado en la caza de titulares: un avión aterrizando en una isla de millonarios, buses frente a la casa de Harris y aviones ficticios (finalmente fue un bulo) hacia Delaware, estado donde Biden tiene su vivienda privada.
«Eso es un juego político terrible. No pensamos que iban a hacer eso con nosotros y lo encuentro muy bajo. Somos personas que no teníamos dónde llegar y que huimos de una dictadura», apunta el venezolano.
Pese a esto, este joven originario del estado venezolano Táchira, que migró primero a Chile para conseguir dinero, cuenta que en el fondo Aboott, sin pretenderlo, les ha hecho un favor, tanto a él como a sus tres compañeros de charla, también venezolanos.
«Aquí en la construcción hay mucho más trabajo», cuenta Darwin Talavera, que llegó en otro bus a la capital de EE.UU., aunque a una estación donde voluntarios atienden a los que arriban.
Desde abril de este año, unos 8.000 migrantes han llegado a la ciudad en estos buses. El flujo es tal que la alcaldía acaba de anunciar la creación de una agencia dedicada a atenderlos.
Muchos son trasladados a otros lugares porque tienen familiares con los que reunirse.
Otros, como Darwin, Carlos, Jesús y Daniel, residen en refugios públicos. El suyo, donde tiene lugar esta entrevista, está ubicado en Anacostia, la zona más peligrosa de la capital estadounidense.
Aun así, está nuevo y limpio y los cuatro están más que satisfechos de tener «un techo y un plato de comida», explica Carlos.
UN VIAJE DE LUGARES COMUNES
Además del país natal y la similar ruta recorrida, Carlos, Darwin, Daniel y Jesús tienen tres cosas en común: a todos les gustaría volver a Venezuela si la situación mejora, ninguno esperaba que el viaje fuera tan duro y ninguno se arrepiente de haberlo hecho.
En la charla surgen los distintos terrores vividos por los cuatro y se mencionan lugares que ya forman parte de la vida (y muerte) de miles de migrantes que recorren América de sur a norte: la temible selva del Darién, tapón de unión de las Américas; la estación migratoria Siglo XXI en Tapachula (México), desde donde muchos son deportados; el tren conocido como «la bestia»; el paso del Río Grande con el agua al cuello…
Y siempre las peores palabras dirigidas para México, donde «tienes que escapar de la policía, de la migración, de los malandros y del cartel», cuenta Darwin. Entre todos acumulan decenas de robos, palizas, detenciones, intentos de secuestro y amigos perdidos.
¿Y AHORA QUÉ?
Lo más duro ha pasado, pero en Estados Unidos les espera lo más complicado, encontrar una estabilidad para sobrevivir y enviar dinero a casa pese a su situación irregular, que los convierte en carne de cañón para los aprovechados.
Carlos acaba de regresar de su primera jornada laboral. Edwin, Jesús y Daniel ya llevan varias. Hacen trabajos de albañilería para personas que los subcontratan.
Darwin y Jesús están felices porque han cobrado 150 dólares al día, unos 100 menos de los que –están seguros- está ganando el contratista con su trabajo. En Venezuela tardarían en ganarlos «cuatro o cinco meses», calcula Jesús.
Daniel espera cobrar al día siguiente y Carlos no sabe si lo hará, pero no volverá a trabajar hasta ver algo de dinero. No quiere que le suceda lo mismo que a los cinco venezolanos con los que compartió jornada, que llevan dos semanas trabajando sin ver un dólar.
En el centro solo les dan dos comidas, el desayuno y la cena, que Carlos convierte en tres, guardándose para el almuerzo la mitad de los cereales y un par de galletas.
El sueño de Darwin es salir pronto de ese refugio, donde conviven con personas con problemas mentales y con adicciones, y alquilar un apartamento.
El de Jesús juntar el dinero para reflotar la empresa que tenía en Venezuela y que el presidente Nicolás Maduro le quitó, cuenta. Hasta ahora, lo más duro es la nostalgia, echar de menos a la familia, no saber cuándo podrán volver a abrazarlos.
(ir)