Madrid – Era cuadrada, plateada y grande. No pudo distinguir más. El arma estaba a sólo dos metros de distancia, apuntándole al rostro. Gustavo Castro se echó a un lado de la cama e instintivamente se cubrió con las manos. Iban a matarlo. Lo vio en la mirada del asesino, lo sintió cuando apretaba el gatillo. La bala le rozó el nudillo del índice izquierdo y, por muy poco, no impactó en su frente. Pero le rasgó la oreja izquierda. Lo suficiente para llenar todo de sangre y que el criminal le diese por muerto. Muy cerca, en la otra habitación, se oyó un desesperado forcejeo y tres detonaciones. Cuando Gustavo alcanzó a entrar, vio a Berta Cáceres en el suelo. Minutos después fallecería en sus brazos. Eran las 23.40 del pasado 2 de marzo. En aquella casa solitaria de La Esperanza, al oeste de Tegucigalpa, acababa de ser asesinada una de las más conocidas activistas ambientales de Centroamérica. Una indomable ecologista, tan respetada como odiada, que desde hacía tiempo sabía que irían a por ella.
Su muerte desató una ola mundial de indignación. Estados Unidos, la ONU, el Vaticano y Venezuela exigieron el inmediato esclarecimiento del crimen. Pero como tantas otras veces, después de la condena, llegó el silencio. Pasado un mes y medio todo sigue igual: bajo secreto sumarial y sin avances. En esta oscuridad, tan propia de Honduras, un país donde el 90% de los delitos quedan impunes, la última esperanza procede del ecologista y sociólogo mexicano Gustavo Castro. Es el único testigo del crimen. Y ahora, por primera vez, este hombre de maneras sencillas y sonrisa fácil ha decidido contar lo que vio.
Castro, de 51 años, aterrizó en el aeropuerto de San Pedro Sula el pasado 1 de marzo. Director de la entidad Otros Mundos Chiapas, su objetivo era impartir un taller a integrantes del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), fundado por su colega Berta Cáceres. Ambos compartían un largo historial ecologista y llevaban cinco años sin verse. Tras pasar una primera noche en una casa de la organización, Berta invitó a Castro a la suya para que pudiese utilizar internet y comunicarse con su familia. Antes de ir, visitaron a su madre, una conocida partera y luchadora social hondureña, y cenaron ligero en el restaurante El Fogón. Luego se encaminaron a la vivienda, un sencillo cubículo rodeado de baldíos y protegido tan sólo por una valla perimetral. “Berta, esta casa no es segura”, fue lo primero que dijo Gustavo al verla.
Todo el mundo en Honduras sabía que Berta Cáceres estaba amenazada. Su larga lucha por los derechos del pueblo lenca, al que pertenecía, y su activismo ambiental le habían granjeado numerosos enemigos. Su último pulso los agigantó. Cáceres lideró, dentro y fuera del país, una inagotable ola de protestas contra la presa de Agua Zarca. Un enorme proyecto, con capital internacional, que afectaba al río Gualcarque, sagrado para los indígenas. Su estrategia, basada en la movilización de las comunidades, hizo mella. El Banco Mundial y la constructora pública china Sinohydro se retiraron. La compañía hondureña Desarrollos Energéticos SA (DESA) se quedó en la empresa.
Cáceres, por un momento, parecía haber ganado. En Estados Unidos le concedieron el prestigioso Goldman Enviromental Prize, el Nobel verde. Su resistencia le había traído notoriedad internacional, pero en Honduras la dejó marcada. En el curso de la protestas había caído de un tiro uno de sus compañeros del consejo indígena. Otros fueron heridos y torturados. Cáceres, madre de cuatro hijos, se había convertido en un objetivo obvio en una tierra donde, según la organización Global Witness, 111 activistas medioambientales han sido asesinados entre 2002 y 2014. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ordenó su protección. La policía hondureña debía custodiarla. Debía, pero no lo hizo.
La noche del 2 de marzo los dos activistas llegaron en un Volkswagen gris a la casa solitaria. “Reinaba un silencio profundo”, recuerda Castro. Ambos se sentaron en porche a charlar. El mexicano echó un par de pitillos y, sobre las once, se despidieron para ir a dormir. Castro se tumbó en su cama con el ordenador. Preparaba el taller del día siguiente cuando oyó un estruendo. Creyó que la alacena se había caído. Pronto se dio cuenta de su error. “¡Quién anda ahí!”, gritó Berta.
Los asesinos habían entrado por la cocina. Conocían bien la casa. Uno se dirigió a la habitación de la activista hondureña. Otro, a la de Castro. “No se esperaban que yo estuviese ahí. Pensaban que Berta iba a estar sola, porque la noche anterior su hija había volado a la Ciudad de México. Estaba todo planeado”. El sicario, sin dejar de apuntar a Castro, miró si había alguien más en la habitación; luego disparó a matar. “Me salvé por una milésima de segundo, sí me hubiese movido un poco antes o después, estaría muerto”.
Berta Cáceres no tuvo esa suerte. Tres tiros en el abdomen le dieron la despedida. En el suelo, moribunda, aún tuvo fuerzas para llamar a su colega. “Cuando llegué se estaba yendo. Me pedía que avisase por teléfono a su exmarido, pero yo no atinaba a pulsar las teclas. Le decía: ‘Bertita, Bertita, no te vayas’. Pero no duró un minuto, murió en mis brazos”.
Castro quedó solo. Empezó a marcar compulsivamente. Temía que los sicarios volviesen. El primer amigo tardó más de dos horas en llegar. Luego, policías y periodistas pisotearon la escena del crimen. Se decretó el secreto del sumario. El caso cayó en la oscuridad, y 12 días después, otro militante de la organización de Berta Cáceres fue asesinado.
Castro y las entidades indígenas exigen que se investigue como supuesta responsable a DESA, la empresa que fraguó el proyecto de Agua Zarca. De momento, la fiscalía no ha presentado ninguna acusación. Posiblemente nunca la haya. Es Honduras. Castro lo sabe. Pero ha decidido dar la batalla. “Berta no luchó por un río, su trabajo no era local. Murió por algo de lo que todos somos responsables: por la biodiversidad del planeta. No podemos dar la espalda a su causa”.