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El silencio de Tito

Por Dagoberto Rodriguez

En el fragor de la Segunda Guerra Mundial, cuando Adolfo Hitler ya dominaba gran parte de Europa y el avance de sus tropas se cernía sobre el Reino Unido, y cuando los ataques aéreos de la Luftwaffe a Londres eran incesantes y mortales, un hombre logró mantener la unidad, la esperanza y motivar la resistencia de su pueblo en momentos cruciales para la nación.

Me estoy refiriendo al célebre líder conservador (luego liberal) y primer ministro británico, Winston Churchill, cuya frase más célebre fue pronunciada durante el acto de su investidura ante la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940: “No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.”

Esa frase preparó al pueblo británico para una guerra larga, dura y de desgaste, pero fue crucial para el momento histórico que atravesaban los ingleses. Transmitía honestidad, determinación y liderazgo. Marcó el tortuoso camino de su mandato y se convirtió en símbolo de resistencia, sacrificio y unidad.

Esa determinación se encuentra brillantemente plasmada en películas como Las horas más oscuras y Dunkerque, así como en la excelente biografía escrita por el historiador Andrew Roberts.

Churchill fue célebre por su oratoria poderosa, por decir lo que debía decirse, incluso cuando la verdad era dura. Fue una voz firme y honesta que no se ocultó ni se replegó. En los momentos más oscuros, no guardó silencio ni se refugió en frases justificatorias, sino que usó su voz como trinchera para defender la libertad de su pueblo.

Esa historia trae al presente el enorme poder de la palabra y del liderazgo moral para movilizar a los países, impulsar la lucha cívica y despertar a los pueblos adormecidos por el miedo o el desencanto, especialmente en tiempos en que la democracia y las libertades están en riesgo, cuando se ve asediada por enemigos internos y por ambiciones autoritarias disfrazadas de populismo.

Hoy, Honduras atraviesa un momento definitorio. Nuestra democracia pende de un hilo, nuestras instituciones están coptadas y debilitadas y bajo el control de una élite familiar que concentra el poder, manipula la ley, y se aferra al mando con una visión patrimonialista del Estado.

Las promesas de cambio se convirtieron en decepción, y la ciudadanía contempla con escepticismo a una clase política que ha hecho de la traición, de los arreglos bajo la mesa, el oportunismo, la improvisación y el silencio su lenguaje común.

Es en este contexto que el silencio de Nasry Asfura –»Tito»– se vuelve no solo decepcionante, sino cómplice. Mientras el país se hunde en una crisis institucional, mientras se amenazan y mutilan garantías constitucionales, como la libertad de expresión y de prensa, se boicotean impunemente los procesos electorales y se persigue a los opositores y los periodistas, el líder del Partido Nacional opta por callar.

Y no solo calla. Justifica su mutismo con frases superficiales que pretenden disfrazar su pasividad como virtud: “Mi silencio no es ignorancia, mi gentileza no es debilidad. No divido y no confronto. En mi corazón no hay odio.”

¿Pero de qué le sirve al país un político que no confronta en tiempos de abuso? ¿De qué sirve un aspirante a la presidencia que no alza la voz cuando se derrumba el sistema electoral y se amenazan las libertades? ¿De qué sirve un liderazgo sin carácter ni coraje?

Frente a los abusos, el autoritarismo y la barbarie política, el silencio no es neutralidad: es rendición disfrazada de cortesía, es complicidad con el poder de turno. Mientras Honduras exige líderes que denuncien, convoquen, movilicen y ofrezcan una alternativa real, Asfura ofrece evasivas, frases sin contenido, y una paz que solo beneficia a quienes hoy destruyen los cimientos republicanos.

Churchill no guardó silencio cuando su nación más lo necesitaba. No se escudó en la cortesía y en la no confrontación para renunciar al deber político. Habló con contundencia, porque su patria estaba amenazada. En cambio, parece que Tito parece más cómodo en el rol de simple espectador que en el de un estadista que aspira a dirigir al país. Su silencio, lejos de unir a los hondureños en momentos cruciales, perpetúa la impunidad y el abuso.

En las horas más oscuras de una nación, el silencio de los que pueden hablar es más peligroso que el ruido de los que destruyen.

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