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El Generalísimo Roosevelt Hernández y su Batallón de Estatuas

Por : Lisandro E. Marías

Una crónica burlesca sobre las Fuerzas Armadas de Honduras y su obediencia a un “padrino” tropical

En el teatro de lo absurdo que a veces es la política centroamericana, Honduras ha decidido montar su propia opereta militar. Esta vez, el escenario lo encabeza Roosevelt Hernández, ese personaje que se ha elevado desde los pasillos grises de la administración pública hasta la tarima sacrosanta del “poder duro”, sin necesidad de golpe de Estado ni uniforme con charreteras doradas. No, su uniforme es la chaqueta civil del que se cree militar por ósmosis, el que no necesita galones porque tiene ego, y con eso basta.

El señor Hernández —a quien ya algunos en los pasillos del poder susurran como el Padrino— no comanda tropas desde un cuartel general, sino desde la comodidad de su despacho con aire acondicionado, donde el eco de sus órdenes resuena con el dramatismo de un hombre que ha visto demasiadas películas de Mario Puzo. Sus discursos, plagados de gestos ampulosos y referencias a la “soberanía nacional”, parecen escritos por un libretista menor de telenovela. Sin embargo, para las Fuerzas Armadas de Honduras, él es palabra sagrada, como si Bolívar hubiese reencarnado en un tecnócrata con ínfulas de Hugo Chávez, pero sin los libros, ni el carisma, ni el bigote.

Lo insólito —aunque en realidad ya nada sorprende— es la docilidad con la que los altos mandos castrenses se pliegan ante su figura. Soldados entrenados para obedecer, sí, pero no necesariamente para inclinarse con tanta devoción ante un civil con complejo de comandante supremo. Parecen más una compañía de teatro uniformada que una institución militar. Marchan no al ritmo del tambor, sino del capricho del hombre que, con mirada severa y voz impostada, les promete un país fuerte… aunque se tambalee en cada esquina.

Uno pensaría que las Fuerzas Armadas, guardianas de la Constitución y supuestas defensoras de la institucionalidad, tendrían al menos una pizca de dignidad para fruncir el ceño cuando un civil les habla como si fueran sus escoltas personales. Pero no: ahí están, firmes, alineados, repitiendo el libreto como si hubiesen cambiado el juramento a la bandera por el guion del Padrino II.

Y es que Roosevelt Hernández no actúa: performa. Lo suyo es una puesta en escena en la que el poder no se ejerce, se simula. Tiene el porte de quien se cree rodeado de enemigos invisibles, y por eso se rodea de generales reales pero domesticados, como si el país fuese un enorme ajedrez en el que él, claro, es el rey… y los demás, peones disfrazados de coroneles.

Mientras tanto, la ciudadanía observa, entre la risa y el espanto, cómo las Fuerzas Armadas —esas que alguna vez se presentaron como el “último bastión de la patria”— ahora parecen más una agencia de seguridad privada de su Excelencia Roosevelt. Es como si la historia de Honduras se repitiera, pero no como tragedia, sino como una farsa tropical en la que la institucionalidad es el chiste y el pueblo, el punchline.

Y uno se pregunta: ¿dónde quedó la doctrina militar, la ética castrense, la verticalidad institucional? ¿Quién les robó el decoro a los uniformes? ¿Y por qué lo entregaron tan fácil a un hombre que, si fuera un personaje de novela, sería descartado por inverosímil?

Lo cierto es que Honduras no necesita más padrinos, ni militares genuflexos. Necesita ciudadanos con memoria y soldados con espina dorsal. Pero mientras eso llega, el país seguirá asistiendo, con palomitas en mano, al espectáculo tragicómico de un civil que juega a la guerra, y de una milicia que juega a obedecer. Todo dirigido por el Padrino Roosevelt, generalísimo de papel, comandante en jefe de sí mismo.

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