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El deber de no callar

Javier Franco

En los umbrales de una etapa electoral, el país presencia un fenómeno singular: las instituciones comienzan a hablar cuando los actores políticos callan. No lo hacen con discursos ni promesas, sino con decisiones que buscan evitar el colapso del sistema. En los últimos días, dos señales institucionales parecen anunciar un mismo mensaje: la democracia no puede suspenderse por omisión.

Por un lado, el Tribunal de Justicia Electoral enfrenta la disyuntiva de actuar con una composición incompleta.

La ausencia de uno de sus miembros ha puesto a prueba no solo su capacidad operativa, sino también su interpretación del deber institucional. Ante ese vacío, surge la posibilidad de sesionar con dos magistrados, no por capricho, sino por necesidad. Se trata de un acto que, más allá del tecnicismo jurídico, revela una intención: impedir que la justicia electoral se paralice justo cuando el país necesita certeza, no incertidumbre.

La justicia electoral es, en esencia, un espacio donde la legalidad se traduce en confianza pública.

Si el tribunal actúa, será observado; si no actúa, será cuestionado. Cualquiera de las dos opciones tiene costo político, pero solo una preserva el orden republicano: aquella que impide que la institucionalidad se convierta en rehén de las ausencias. No hay democracia que resista sin árbitros en el terreno de juego.

Por otro lado, el Congreso Nacional atraviesa una situación que roza lo inverosímil.

La inactividad legislativa prolongada, el cierre de los debates y la imposibilidad de deliberar han convertido el silencio parlamentario en una forma de poder. Frente a ello, un grupo de diputados plantea la autoconvocatoria, un mecanismo excepcional destinado a restaurar el funcionamiento del órgano representativo. No se trata de rebeldía, sino de supervivencia institucional.

Ambas circunstancias, la del Tribunal y la del Congreso, convergen en una misma enseñanza: cuando la política se detiene, las instituciones deben moverse. Lo hacen en nombre de la Constitución, pero también en defensa de la estabilidad social. Son respuestas defensivas ante la parálisis, recordatorios de que el Estado no puede apagarse porque sus protagonistas se retiren del escenario.

Sin embargo, esta dinámica tiene un costo: la confianza ciudadana. Cada vez que la ley se interpreta para llenar un vacío, crece la sospecha de que lo excepcional se volverá permanente. Y en ese terreno incierto, la narrativa del fraude o de la manipulación encuentra oxígeno. El ciudadano observa un Estado que improvisa para no colapsar, y el empresariado percibe un país que camina sobre el filo de la legalidad.

La pregunta no es si las instituciones deben actuar, sino cómo hacerlo sin erosionar la credibilidad. Actuar por necesidad es comprensible; hacerlo sin transparencia es peligroso. La estabilidad democrática no se construye solo con leyes, sino con la convicción colectiva de que las decisiones institucionales responden al bien común y no al cálculo político.

En medio de este contexto, lo que está en juego no es una votación, ni una curul, ni una sentencia. Es la confianza misma en la capacidad del Estado para sostener su propio orden. Cuando la ley se convierte en refugio de urgencia, y no en guía cotidiana, la democracia se vuelve frágil.

Quizá el desafío de este momento no sea elegir entre legalidad o necesidad, sino reconciliar ambas bajo un mismo principio: el de la responsabilidad institucional.

Porque si la política se vuelve espectáculo y el poder se reduce a estrategia, serán las instituciones, esas que hoy actúan por necesida, las que deban recordarnos que la democracia, para ser tal, no puede depender del silencio del poder, sino de la voz constante del deber.

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