Una de las características de un país en crisis profunda, sin dirección cierta ni conducción efectiva, como le ocurre a actualmente a Honduras, es la de que su coyuntura política carcome y devora su devenir cotidiano.
Se vive el día a día, y de modo monotemático, pendiente de la crisis, y toda conversación remite a ella, es afectada por ella, y se ve infectada por ella. Jorge Luis Borges decía con sarcasmo que Suiza tenía el mejor gobierno del mundo pues allá nadie sabe cómo se llama el Presidente.
En cambio, países como el nuestro, giran como la Tierra en torno al sol, alrededor de sus cuitas y de las apariciones y anuncios de la Mandataria. Casi a diario emerge entonces la gobernante acompañada de niños, mujeres deportistas, campesinos, pobladores, ancianos, sonrientes y agradecidos por las medidas que anuncia.
Por esta razón conviene ejercitar la mirada distante, aislarse o irse a un extremo aislado (pero seguro) del país, o bien salir de él para mejor ver y contemplar el bosque sin tanto árbol de por medio. Imagino que así lo ven quienes se fueron y allende escrutan desde lejos, el diario acontecer de nuestra trama.
Esta semana, por ejemplo, le tocan las tablas a la elección del Fiscal. De forma mágica olvidaremos por unos días el “affaire” de la Ley Tributaria, la aparición del Bloque de Oposición, el desafuero de cohetillos y vuvuzelas en el Congreso o el caricaturesco desembuche de mi general, gritando a los cuatro vientos que no habrá golpe de estado, más afanado que convencido en que le crean que en la búsqueda de un final decoroso para su gestión.
Después, en septiembre, casi seguro, se hablará del presupuesto, ese señor gordo y reumático que año con año aumenta su peso pletórico de grasa que le impide moverse siquiera en retroceso. Allí andarán los comunicadores de allá y de acá, preguntando si es mucho, si servirá de algo, si se va a ejecutar. Preguntas tautológicas que todos estamos cansados de responder de la misma forma año con año.
Porque el gran problema no es el desconocimiento de los políticos sobre el rol que deberían cumplir frente a quienes expropian no solo su dinero, también el entusiasmo por salir adelante. El mayor problema es, sin duda, valórico: esa convicción de que la felicidad depende de lo que el estado pueda hacer por nosotros. Mientras eso persista, seguiremos siendo esclavos voluntarios de esa caterva devoradora de esperanzas.
Tal vez valdría la pena emprender una cruzada que busque elevar la autoestima de la ciudadanía. Quizás deberíamos reflexionar sobre el enorme éxito que tienen la mayoría de nuestros compatriotas que emigran y hacerles ver a las hondureñas y hondureños, que llevan dentro el espíritu imbatible de Salvador Moncada, Teofimo López o América Ferrera. Que solo se trataría de crear el entorno adecuado para que todas y todos triunfen y que, para ello, no es necesario el famoso presupuesto.
El problema es que para el 2024, las autoridades ya anunciaron que el incompetente sector público piensa gastar más de 400 mil millones de lempiras y que esa ciudadanía, pobre o no, va a pagar ese gasto en forma de impuestos, tarifas y otras muchas trampas y formas de expropiar el peculio que ganamos con el sudor de nuestra frente. ¿Y yodo para qué?, para asegurarnos más miseria e inseguridad; para convencernos, una vez más, sin que nos sirva de mucho, que es ese estado raptor de nuestras libertades y esperanzas.
Pero el asunto es valórico y, como decía Gramsci, la cultura y los valores son el verdadero campo de batalla si lo que se desea es generar cambios sociales. Ojalá y pronto irrumpa la generación que, armada de enjundia libertaria, promueva al fin la necesaria reversión de nuestras ideas. Nadie hará por los hondureños lo que no seamos capaces de hacer por nosotros mismos.