
¿Hace cuánto dejaste de confiar? Tal vez no lo admitas en voz alta, pero lo sabes, esa incomodidad cada vez que alguien habla de elecciones, de partidos, de promesas, esa certeza silenciosa de que no va a pasar nada distinto, porque ya no esperas, o peor aún, porque ya no te importa esperar.
El Sondeo de Opinión Pública 2025 del ERIC-SJ confirma algo que muchos ya presentíamos: el 83% de los hondureños desconfía de los partidos políticos y el 74.7% los señala como la institución más corrupta del país. Esto ya no es simple malestar, es algo más profundo. No es que hayamos dejado de creer en la política, es que sentimos que la política hace mucho tiempo dejó de creer en nosotros.
Y, sin embargo, hay cifras que sorprenden. La Secretaría de Educación cuenta con un 52.6% de confianza y la de Salud con un 47.4%. ¿Por qué? ¿Acaso están funcionando bien? ¿Están inspirando a la gente? La respuesta parece ser otra: simplemente siguen presentes. Son de las pocas instituciones del Estado que no han desaparecido del todo. Esa “confianza” que reflejan los datos no es una muestra de admiración, es una forma de resignación. Un “algo es algo” en medio del abandono general.
Cuando comparo estos resultados con otros informes, como el de Transparencia Internacional, donde Honduras aparece en el puesto 154 de 180 países, o el de la Asociación para una Sociedad más Justa, que señala que el 69% de la población percibe poca o ninguna transparencia en el gobierno, la lectura se vuelve más clara. La gente no confía en lo que le da resultados, sino en lo poco que al menos se mantiene en pie. No se trata de legitimidad, sino de presencia. Es como si las instituciones dejaran de ser espacios de derechos y pasaran a ser apenas referencias de existencia.
Al mismo tiempo, un 42.9% de la población, especialmente jóvenes entre los 18 y los 30 años, ha pensado en emigrar. No se van solo por la falta de empleo o por miedo a la violencia. También se van porque sienten que ya no tienen nada propio aquí. Lo público ha dejado de representarles, y el futuro dejó de parecer una promesa para volverse una ausencia.
Ese es el contexto en el que nos encontramos, y también el punto de partida para pensar qué sigue. El reto no es “recuperar la confianza” como quien intenta encontrar algo que se le perdió. El reto es construir desde cero una base institucional que tenga sentido, que haga sentir a la gente parte de algo. Una arquitectura cívica que saque a las instituciones del abandono y que le devuelva a la ciudadanía algo más que frustración. Para eso hay que nombrar los fallos con claridad: un Congreso que legisla sin transparencia ni debate, partidos que solo funcionan para repartirse cuotas de poder, una burocracia que trata los servicios públicos como favores, una ciudadanía desgastada que confunde aguantar con estabilidad, y medios de comunicación que muchas veces prefieren repetir discursos oficiales en lugar de cuestionarlos.
No estamos solo ante una crisis, estamos atrapados en algo más silencioso: la normalización del vacío. Una especie de costumbre colectiva de que nada cambia, de que todo se aguanta, de que ya no hay nada que esperar. La desconfianza ha dejado de ser escándalo para volverse parte del paisaje, y en esa transformación se pierde lo más peligroso: el impulso de exigir. Cuando uno deja de esperar, también deja de construir.
Y entonces hay que preguntarse: ¿quién debe responder por esto? Decir que todos somos responsables ya no basta. Los líderes políticos deben asumir el costo de haber vaciado de contenido a la democracia, los empresarios no pueden seguir hablando de estabilidad sin comprometerse con la equidad, los medios deben recuperar su papel de vigilancia y dejar de silenciar lo que de verdad importa. Pero también hay una responsabilidad personal y colectiva: cada vez que callamos, cada vez que difundimos mentiras, cada vez que preferimos burlarnos en lugar de proponer, también cedemos terreno.
Aun así, no todo está perdido. Aunque no aparezcan en portadas ni tengan visibilidad, hay personas que siguen creyendo en lo común. Maestras, líderes comunitarios, colectivos de jóvenes, radios barriales, comunidades de fe, organizaciones que no han vendido su independencia. Son pocos, pero existen, y mientras haya gente que no se rinde, hay posibilidad.
Cambiar este estado de cosas no será fácil. No se logra con una campaña bonita ni con discursos vacíos. Se logra con coherencia sostenida, con decisiones firmes, con verdad sin adornos y con gente que esté dispuesta a incomodarse. No se trata de volver a lo que fuimos, se trata de imaginar lo que podríamos llegar a ser si empezáramos a tomarnos en serio eso que decimos que queremos. Porque el verdadero problema no es solo haber dejado de confiar. Lo realmente grave es que muchos ya no esperan nada.