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Carta al pueblo hondureño en tiempos de luto

Honduras, este año, ha sido golpeada por la tragedia y el dolor. Hemos sido testigos de pérdidas que nos dejan sin aliento: víctimas de la naturaleza, accidentes repentinos, vidas que se apagan en medio de la rutina. Y aun así, cada día el país se levanta. Seguimos nuestras jornadas de trabajo, de escuela, de cuidado, aunque el corazón esté cansado. Pero la naturaleza y el destino no miden horarios ni esfuerzos; avanzan con su propio pulso. A veces, los planes de Dios y de la vida no encajan con los nuestros, y es entonces cuando aprendemos, con lágrimas en los ojos, lo frágil y sagrada que es la existencia.

Han sido meses de angustias y de luto. Meses en que el corazón de Honduras ha llorado en silencio. Las noticias nos han traído historias que estremecen: vidas jóvenes que se apagaron demasiado pronto, héroes que entregaron todo por amor, familias que hoy miran al cielo buscando consuelo. Y aunque no todas las pérdidas tienen nombre en los titulares, cada una ha dejado una huella en nuestra alma colectiva.

En cada casa hay una vela encendida, una oración que se repite, un abrazo que falta. El país entero siente el dolor de quienes hoy caminan con el corazón herido. No hay palabra que alivie la ausencia, pero sí hay presencia en la empatía, en ese gesto sencillo de acompañar al que sufre sin juzgar, sin preguntar, solo estando.

A veces el destino se vuelve incomprensible, y las tragedias nos dejan sin respuestas. En esos silencios compartidos, recordemos que nadie está solo. Todos, como pueblo, llevamos en nuestras oraciones a las familias que hoy lloran. Las tenemos presentes en nuestros pensamientos, en nuestras velas encendidas, en las lágrimas que también nos tocan sin conocernos. Este no es un tiempo para juzgar, sino para abrazar. Para mirar al otro con ternura, para sostenernos en comunidad. Cuando el dolor se vuelve demasiado grande, es importante no cargarlo a solas. Buscar a alguien de confianza —un amigo, un líder espiritual o un terapeuta— puede ayudar a aliviar el peso del corazón. Hablar también es una forma de sanar.

Nuestros héroes —los que rescatan, los que ayudan, los que oran, los que acompañan— son reflejo de la fuerza que aún vive en nosotros. En cada acto de solidaridad, en cada palabra de consuelo, se reconstruye un pedacito del país.

A las madres, padres, hermanos y amigos que hoy lloran a sus seres amados, el pueblo entero los abraza. Que la fe sea su refugio, que el amor que dieron regrese en forma de consuelo, y que la memoria de quienes partieron se vuelva luz en sus caminos.

Honduras sigue de pie, con el corazón dolido pero firme. Porque incluso en el duelo, somos un pueblo que cree, que ama, que espera. Que no se rinde.

Hoy, más que nunca, recordemos que la vida es sagrada, frágil y hermosa. Que cada amanecer es una segunda oportunidad para cuidar al otro, para decir “te quiero”, para agradecer por el milagro de estar vivos.

Que la paz abrace cada hogar,

que la esperanza florezca en medio del llanto,

y que la luz de nuestros ángeles ilumine siempre a Honduras.

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