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Un viaje azaroso, segunda parte

Victor Meza

Tegucigalpa.- Al ver frustrado el proyectado viaje por mar hacia Puerto Cortés, había llegado el momento de cambiar la ruta marítima y redirigirla, vía aérea, hacia Yucatán, en el sur de Méjico. Era un cambio incómodo y peligroso, sobre todo tomando en cuenta que Oscar era un tanto conocido en esos lares y, por lo mismo, también yo asumía un riesgo derivado. Los dos lo sabíamos y ambos estábamos dispuestos a asumir el mismo peligro y correr la misma suerte.

Oscar, a quien sus más cercanos llamaban “el ronco” por la agudeza de su voz, utilizaba un aparato especial que, al colocárselo en su mandíbula, le cambiaba tanto la voz que, de hecho, le anulaba el sonido y la audición. Pero era un aparato doloroso e incómodo, por lo que sólo lo utilizaba al momento de aterrizar en los aeropuertos. Así fue cuando llegamos a Yucatán, ya en el cambio de ruta hacia Nicaragua.

 Quién iba a decirnos que un turista cualquiera, tan despistado como ebrio, iba a tratar de tocar el bigote falso y la mandíbula  de Oscar, proclamando eufórico su admiración alegre por los “mexican bigotes” y, al mismo tiempo, tratando de abrazarlo. Oscar, hijo de púgil, se defendió con las artes del boxeador y estuvimos a punto de vernos involucrados en un nuevo e inesperado lío. La mala suerte nos perseguía, sin duda.

Seguimos el camino esa misma noche y, un par de días después, llegamos al Distrito Federal. Allí conocí a Edén Pastora. Nos hicimos amigos y, con el apoyo económico nuestro, le ayudamos a cambiar el color de sus ojos, comprando unas lentillas apropiadas para facilitar el cambio de color y la transformación básica de su rostro. Él mismo las escogió y yo debí reprocharle el color excesivamente verde de los ojos escogidos. “Te cogerán por marciano, en Toncontín”, le dije, medio en broma y medio en serio. Cambiamos las lentillas, por supuesto, y nos convertimos en amigos para siempre.

Además de Pastora, conocí entonces a don Edelberto Torres Espinoza, el célebre biógrafo de Rubén Darío, con quien, a partir de entonces, me unió siempre una amistad y cercanía que me honran y honrarán toda la vida.

A  partir de ese momento empezamos  a preparar la introducción segura de Oscar en Honduras y, después, en  Nicaragua. No fue tan difícil. Con la ayuda de un amigo odontólogo, pudimos utilizar un vehículo diplomático, con banderines incluidos, para recoger a Oscar en el aeropuerto.

Luego de una estancia tan breve como ansiosa en la ciudad capital, nos fuimos a Choluteca y permanecimos ahí varios días, a la espera del visto bueno para intentar el cruce clandestino hacia Nicaragua. Un día, a las nueve de la noche, con la ayuda de un guía campesino, Vilchez de apellido, cruzamos la frontera. La idea del peligro real y los graves riesgos asumidos se instaló en mi conciencia de una forma brutal e inesperada.

En la carretera, luego de bajar en picada por un abismo lleno de espinas, nos esperaba un vehículo del llamado Frente interno. Así  fue, detalles más o detalles menos, nuestra entrada clandestina al territorio nicaragüense.

Un día después, en horas de la madrugada, llegamos a la ciudad de León. No sin gran preocupación, empezamos a comprobar lo que ya sospechábamos: que la Organización no era tan eficiente ni sus capacidades logísticas tan reales como  pregonaban algunos. Había mucho por hacer y, la verdad sea dicha, sobraba el valor y la voluntad para asumir los retos y enfrentar los peligrosos desafíos. La clandestinidad sería más difícil y arriesgada de lo que algunos creían.

El precio a pagar fue caro y doloroso. Costó sangre y prolongado sufrimiento. Oscar murió, acribillado, en septiembre de 1973. Yo caí preso en agosto de 1970. La rebelión sandinista triunfó en julio de 1979. Fracasó después. Así es la historia.

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