No sé si la presidente y su equipo estarán, a esta hora, luego de las luces, cánticos y celebraciones, más conscientes del peso que tiene el compromiso que adquirieron a la hora de jurar sus cargos. “Prometo ser fiel a la república, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las Leyes” son palabras mayores, rotundas colosales. Deben, y espero que así haya sido, ser pronunciadas en un contexto solemne, para que se recuerden de manera constante en el día a día del agotador trabajo público.
La fidelidad a la república es una tarea tan compleja como la que se debe al matrimonio, solo que con consecuencias más marcadas. No es algo que debemos tomar con ligereza, ya que de su estricto cumplimiento depende en buena medida el devenir colectivo. Las prácticas autoritarias del recientemente salido Juan Orlando, su abyecta conducta populista, el menosprecio por la ciudadanía exhibido de forma insolente durante sus doce años de reinado, son claros ejemplos de lo ruin que se puede llegar a ser cuando no se respeta la palabra empeñada en la Promesa de Ley.
La democracia republicana implica entender que la única dictadura posible es la de las leyes y demás instituciones. No es fácil para quienes detentan la responsabilidad de realizar las aspiraciones de la gente, sucumbir a la tentación de hacer las cosas con discrecionalidad. No es así. Desde Aristóteles, la república implica repartir el poder, de modo que no sea una sola persona –mujer u hombre- quien decida por todos. De ahí que el sabio ateniense alerta contra el real peligro que implican los excesos en la búsqueda del reconocimiento popular que pueden hacer que los políticos pasen a la demagogia.
Estudiando los fenómenos antidemocráticos del mundo en la actualidad, Yascha Mounk, un destacado politólogo alemán, en su libro El pueblo contra la democracia, ha llamado la atención sobre un hecho objetivo. Una representación directa del pueblo, en nombre de la democracia, puede llevar a la destrucción de la democracia. Las conclusiones del autor pueden ser escandalosas para algunos. “En determinadas ocasiones hay que proteger a la democracia del pueblo”. Mounk vio confirmada su tesis, y con creces, en el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas de Trump el año pasado.
La presidente expresó en su discurso inaugural -no sé si porque le redactaron mal, o por satisfacer el ansia de la gente- que tomará medidas desprovistas de racionalidad. “Nadie pagará energía si consume menos de 150 vatios” “ordenaré al Banco Central que reduzca las tasas de interés bancaria”, “iniciaremos la primera consulta popular sobre reformas constitucionales” … Tales intenciones, parecen colindar con la locura ancestral que arruinó tantos países. Es necesario entonces recordar el peso del juramento, para entender que no se trata de lo que yo quiero, sino de la forma adecuada de hacerlo.
El liberalismo político parte de un supuesto nunca comprobado. Afirma que todo individuo está dotado de mecanismos que lo llevarán tarde o temprano a distinguir entre lo racional y lo irracional. La voluntad general como suma y síntesis de individuos racionales, terminará, de acuerdo al credo liberal, imponiéndose. A ese optimista argumento, solo podemos oponer uno pesimista: la voluntad general no surge de la suma de diversos individuos sino de una entidad singular (la masa) que absorbe a las individualidades, de ahí que la tesis de Mounk: “Hay que proteger a las democracias del pueblo”, adquiere, de acuerdo a nuestra visión pesimista, cierto sentido.
“La lucha entre la democracia y la autocracia está en un punto de inflexión” afirmó Joe Biden en febrero del 2021. Es cierto. Pero las amenazas a la democracia -y él debe saberlo mejor que nadie– vienen no solo desde fuera sino, sobre todo, desde dentro de las democracias. No se trata solo de un problema geopolítico que pueda resolverse en “cumbres”, como ya lo intentó el presidente norteamericano, La lucha está teniendo lugar al interior de cada nación. Allí, y no en los espacios galácticos de la política global, es donde debemos tomar posiciones.
Creo que el vaho de refrescante aliento que nos ha traído el proceso democrático actual, debe ser apuntalado con un mayor esfuerzo mental para conquistar la racionalidad política, tan necesaria para alcanzar el éxito. Los seres humanos (las sociedades), somos integrales: tenemos sentimientos, pero debemos también tener raciocinio. Ambos elementos son necesarios para alcanzar el equilibrio y con él, también el bienestar. Es fundamental que nuestros políticos lo entiendan de una vez, para que Honduras pueda entrar, sin pausa, pero sin prisa, al concierto de las naciones desarrolladas.