Tegucigalpa. – Los estrategas políticos suelen preguntar a un gobernante cómo le gustaría ser recordado al término de su gestión, y todos al unísono vociferan: ¡como un reformador! Todos quieren verse como esos personajes que contribuyeron a modernizar y transformar el país que les tocó gobernar, pero muy pocos logran esa aspiración.
La mayoría no trascienden por ser reformistas, lo hacen más por sus desaciertos. Es el caso del ex presidente nacionalista Juan Orlando Hernández, un político brillante que se perdió en los vericuetos del poder. Quienes le trataron con frecuencia se preguntan ¿en qué momento se perdió el presidente? Iba bien, tenía un panorama claro del país, ¿cómo pudo perderse así? ¿O es que fue siempre así?
En la política escaló como un meteoro, se perfiló como un actor nuevo que sería parte de la renovación de su partido, el Nacional, tuvo unas excelentes relaciones con las organizaciones de sociedad civil y la academia, en especial aquellas que monitoreaban el desempeño del poder legislativo. Un aporte de Hernández, en su momento, fue impulsar el proceso de la reforma universitaria, quizá uno de los últimos esfuerzos en donde la clase política representada en el parlamento, sumó esfuerzos para rescatar la UNAH de un inminente cierre y caos.
Pero ya instalado en la presidencia del Congreso Nacional, Hernández empezó a mostrar su estilo autoritario y de intolerancia, a tal grado, que no dudó en descabezar en 2012 una sala constitucional, luego del montaje de una campaña de desprestigio en su contra: fueron acusados de ser parte de la criminalidad organizada, pero nunca se montó un proceso, nunca se les abrió una acusación, nunca se les probó nada.
El delito de la Sala Constitucional fue oponerse al proyecto de Hernández de las Zede y lo que habría sido un posible conteo de voto por voto en los comicios primarios internos que disputó con Ricardo Álvarez, líder político del nacionalismo que terminó siendo su designado presidencial en los dos períodos que gobernó Juan Orlando Hernández.
El golpe a la Sala Constitucional, solo ahondó el deterioro del Estado de Derecho, acicateado tras el golpe de Estado de 2009. Honduras enfrenta hoy una demanda internacional por la destitución de esos magistrados que sin duda será condenatoria contra el Estado.
Hernández empezó así a marcar su estilo autoritario. Cuando un grupo de parlamentarios y dirigentes políticos y civiles se opuso a su intento de dar rango constitucional a la Policía Militar de Orden Público (PMOP), no dudó en difundir campañas de desprestigio en su contra, pero éstas no tuvieron éxito y tuvo así su primera y única derrota política a lo largo de su mandato. La PMOP no logró su rango constitucional, pero la oposición política tampoco logró levantar cabeza. La estrategia de Hernández pasó a otra escala y dividió todo lo que pudo, repartió todo lo que le fue posible.
División y reparto que también trasladó a su partido, el Nacional, al grado de despersonalizarlo. Su estrategia, de varias capas, funcionó bien en su primer mandato, pero en el segundo, con la cuestionada reelección, avalada por una corte de justicia que pasó sin pena ni gloria, la estrategia y la imagen de Hernández comenzaron a presentar sus primeras fisuras.
Hernández llegó a la reelección, no tan fuerte como al inicio. Sabía que su imposición presidencial no solo era cuestionada, sino que también objeto de esos comentarios de pasillo y susurros por donde pasaba: ahí va el ilegal, se escuchaba. Y tuvo que vivir como el rey a quien no le gustaba que le dijeran que andaba desnudo.
Su equipo de colaboradores entendió bien que, si querían subsistir con jugosos salarios y prebendas, no debían cuestionar, solo halagar, y muchos de ellos, se creyeron también reyecitos. La estrategia de Hernández se centró en blindar su anillo de poder con dos aliados claves de la institucionalidad: el poder legislativo y el poder judicial, mientras su mirada se extendía a otros órganos, con quienes sostenía, en silencio, agrios desencuentros. El sesenta por ciento de la agenda legislativa, por ejemplo, la imponía el Ejecutivo, la presidencia del Legislativo, solo agachaba la cabeza y ejecutaba con complacencia.
Los doce años de poder del Partido Nacional, donde Hernández empezó a tejer la red bajo la cual concebía gobernar los próximo ocho años, concluyeron como un partido y un gobernante jamás habrían imaginado: acicateados por la corrupción, por la penetración del narcotráfico y por derrota electoral avasalladora e inimaginable.
Derrota que se empezó a fraguar desde que un grupo de jóvenes indignados sacó sus antorchas contra la corrupción por el desfalco en el Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS); luego vino la MACCIH y empezó a desnudar la forma de operar de las redes de corrupción en el país. Uno de sus epicentros fue el poder legislativo que recién expiró. Desde ese poder se gestaron los blindajes más increíbles para frenar la lucha anticorrupción, pero fueron los señalamientos de la presencia del narcotráfico en el gobierno y en el PN, y el caso de los hospitales móviles, los que terminaron de abonar la derrota del partido Nacional y sepultar la imagen de Juan Orlando Hernández.
La condena a cadena perpetua por narcotráfico de Juan Antonio “Tony” Hernández, hermano del ex gobernante hondureño, no solo fue un aldabonazo a su gobierno, a su partido, a la clase política, sino que también al país. Honduras fue exhibida como un narco-estado. Ahora, la fiscalía de Nueva York afirma que tiene evidencias que Juan Orlando Hernández, también estaba en el negocio, su nombre ha aparecido cerca de 100 veces en los testimonios de los mafiosos hondureños en los tribunales de justicia de Estados Unidos. Mafiosos que han retratado como hacen negocios con los más granado y desgranado del país, entre ellos, los políticos.
Juan Orlando Hernández ha negado esas aseveraciones, asegura ser víctima de los capos que afirma persiguió, pero en su imaginario, el ex mandatario parece desconocer cómo opera y trabaja la fiscalía y la justicia estadounidense estos casos, que esa justicia no es la de la Honduras “de acá”. Y si bien le asiste la presunción de inocencia, será el tiempo y las actuaciones de la fiscalía neoyorquina las que dirán como terminará ese desenlace.
En su segundo mandato, la historia le dio la oportunidad de reivindicarse con la llegada de la pandemia y el paso de los meteoros Eta y Iota, pero no fue así. Los escándalos de corrupción siguieron aflorando, el pus se siguió expandiendo y su imagen se fue deteriorando. Y no hay estrategia que funcione frente a eso.
Hernández, a base de cadenas de radio y televisión, quiso en los últimos dos años imponer su visión del país mejorado, que asegura nos deja, terminó sus últimos días ignorado por sus acciones, con gente forzada aplaudiéndole, en la soledad de un poder que empezó a perder, cuando impuso su reelección presidencial con el más alto nivel de impugnación social. Su gobierno, seguro hizo cosas buenas, pero no trascenderán como quisiera, porque no será recordado como un reformador, sino como un destructor de la institucionalidad hasta el último momento que le tocó gobernar. Se fue, pero su historia no se termina de contar.