Mi encuentro con el obispo Muldoon

Thelma Mejía

Tegucigalpa. –  Conocí al obispo Mauro Muldoon iniciando los años noventa, en un proyecto de Cultura de Paz y Democracia de la Universidad para la Paz de Naciones Unidas, del cual era su coordinadora para Honduras. Nuestro enlace fue el extinto doctor Ramón Custodio, presidente en ese momento del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Honduras (CODEH). Le buscamos porque queríamos impulsar ahí un proyecto de cultura de paz y no violencia.

“Quiero decirle que tengo un mal sabor con las Naciones Unidas, una agencia nos prometió un proyecto y nos dejó embaucados, ¿por qué debo creer en usted, una jovencita con la leche entre los dientes?, me dijo, con su mirada inquisidora y muy serio el obispo. Le respondí: no soy una de las grandes agencias de Naciones Unidas, apenas un proyecto de cultura de paz, democracia y no violencia de la Universidad para la Paz, con voluntad y compromiso por hacer cosas para el bienestar del país. Soy, además, una periodista que cree en lo que hace. Si usted me da la oportunidad, le puedo asegurar que no lo vamos a defraudar y se le quitará ese sabor amargo que tiene. Me miró pensativo, dudó, pero al ver conmigo al doctor Custodio, me dijo: ¡está bien, le daré esa oportunidad!

Y empezamos a trabajar. Por más de un año viajamos frecuentemente a Olancho, nos reunimos con diversos sectores para impulsar ahí un proyecto de cultura de paz, democracia y no violencia. Ahí, en ese territorio caracterizado en ese entonces por la violencia a causa de las vendettas, tejimos una red con operadores de justicia, organizaciones de derechos humanos, academia, estudiantes, mujeres, sectores sociales y ciudadanos. Talleres, grupos focales, mecanismos de resolución pacífica de conflictos fueron parte de ese arduo trabajo realizado en Olancho, que, poco a poco, fue ganando la confianza del obispo Muldoon hacia el programa de la Universidad para la Paz.

Él se sorprendía cuando le informábamos de los alcances de las reuniones y acuerdos, de cómo alrededor de una mesa de diálogo, militares, policías y organismos de derechos humanos debatían sobre la cultura de paz y no violencia, además del apoyo de los líderes ambientalistas que asomaban en ese entonces. Se sorprendía, porque estaba fresco aun en la memoria la represión de los años 80. Monseñor Muldoon era un obispo conservador, pero respetuoso de las ideas; escuchaba y tenía un sentido del humor muy peculiar. Amaba a Olancho.

Cuando le dijimos que en los talleres de resolución pacífica de conflictos que impartía nuestra experta, Alcidia Portillo– una mujer excepcional a quien admiro– la gente acordó impulsar una campaña para enterrar la armas como símbolo de no a la violencia en Olancho, el obispo Muldoon se sorprendió, y nos dijo: si lo logramos, este departamento dará un enorme mensaje a Honduras en torno a la construcción de la cultura de la paz.

Empezamos a diseñar la campaña y la estrategia de comunicación a cargo de la extinta colega Liliam Carballo y el periodista Jorge Lagos. El doctor Custodio, como nuestra contraparte, era un entusiasmado de primera con la idea, pero no contábamos que los principales opositores a esa iniciativa serían los caciques políticos de la época en Olancho. ¡Vaya caciques, vaya caudillos!

Previo al inicio del lanzamiento de la campaña donde Olancho diría no a la violencia sepultando en un acto simbólico en el parque central de Juticalpa, varias armas de guerra, los caciques políticos intentaron boicotear el acto. Nos reunimos con el obispo y el doctor Custodio para ver esa crisis que se había creado. Recuerdo que les dije: no podemos dejar a la gente a la deriva, si tenemos que desfilar cuatro pelones, lo haremos, pero no podemos defraudar a quienes han creído en nosotros. Y el obispo Muldoon y el doctor Custodio estuvieron de acuerdo, el lanzamiento se mantenía.

Los caciques políticos habían enviado a su gente para quitarnos los banderines de las calles, meter miedo a la gente que nos iba a acompañar, y tocó visitarlos y volverlos a entusiasmar en menos de 24 horas. La iglesia nos acompaña, les dijimos. Recuerdo que cuando con mis compañeros de la Universidad para la Paz—Aída, Alcidia, Liliam y Jorge—empezamos a levantar los banderines para volverlos a colgar por donde iba pasar la manifestación contra la violencia, el oficial militar asignado como enlace local con el proyecto en Olancho, al ver el entusiasmo y como subíamos las escaleras que nos proporcionaron los bomberos para colocar los banderines, se sumó con nosotros y ordenó el apoyo a sus subalternos. Le habíamos prometido al obispo Muldoon que el acto se iba a realizar. Y así fue.

El obispo Muldoon y el doctor Custodio encabezaron aquella marcha con poca gente, pero a medida que avanzaba se sumaban las personas y grupos que se habían comprometido inicialmente, y para sorpresa de todos, los caciques políticos también lo hicieron. Estaban en las esquinas presenciando lo que creían iban a ser un fracaso, pero al ver como la gente se sumaba, ellos también lo hicieron, y fueron las portadas en las planas de los diarios. El obispo Muldoon sonreía satisfecho porque se había revertido el boicot. El pueblo había respondido.

Al término del acto donde Olancho enterraba las armas como un simbolismo de rechazo a la violencia, el obispo Muldoon se convirtió en un aliado incondicional y la diócesis a su cargo emitió una carta pastoral sobre la cultura de la paz y la no violencia que fue comentada y acogida por la Conferencia Episcopal. Tengo en mi biblioteca la difusión impresa en un formato de libro de esa carta pastoral que fue una de las bases para poner fin a una vieja vendetta familiar que causó mucho luto en Olancho: la de familia de los Turcios y los Nájera.

Monseñor Muldoon abrazó a Olancho como su segundo terruño, era una autoridad eclesial muy respetada, querida y con una voz muy influyente. No era muy locuaz, pero se sabía comunicar, era concreto y muy directo cuando expresaba sus ideas o algo que no le gustaba.

Por él conocí al padre Alberto Gaucci, el único sacerdote que en su iglesia ponía en orden a los Turcios y los Nájera. Conocí de las historias de Canuto y su andar por esas pampas olanchanas.

Mi experiencia con el obispo Muldoon fue muy enriquecedora porque me mostró un Olancho desconocido, me mostró lo bueno y lo malo, la idiosincrasia del olanchano, él se resistía a que el departamento trascendiera en los medios solo por la violencia, consciente que habían hechos que estaban fuera de su alcance. Tenía una percepción muy clara de la cultura machista del hondureño y del olanchano, en particular.

En su labor eclesial pastoreó muchas de sus ovejas en esas pampas por las cuales sufrió y abrazó como una extensión de su terruño. La parca le sorprendió en el lugar donde decidió morir: un departamento al cual entregó sus fuerzas y su fe, un departamento en donde dejó muchos recuerdos y se llevó otros tantos con él, un departamento que segura, y muy seguramente, llevó hasta el ultimo halito de vida en sus oraciones para sacarlo de esa violencia que pasó de las vendettas—que aún sigue en menor intensidad—a una escala mayor que seguro nunca imaginó.

Monseñor Muldoon es quizá la autoridad eclesial de mayor rango con la que he tenido contacto, conocerle fue una gran experiencia, me quedan sus consejos de vida ante mis irreverencias, la oportunidad brindada de creer en ese proyecto de cultura de paz y no violencia que generó muchos procesos posteriores, entre ellos un libro denominado “Los gallos de San Esteban”, que relata la historia de los Turcios y los Nájera escrita por un periodista costarricense, que recoge esa semilla de paz y no violencia que, con el proyecto de cultura de paz, democracia y no violencia, sembró. Que la tierra le sea leve y que su cosecha a favor de la paz y la no violencia florezca nuevamente en Olancho. Los olanchanos deben honrar esa deuda con un obispo que amó esa tierra de Froylán Turcios y Medardo Mejía. Hasta siempre Monseñor.

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