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La voz del fracaso: el consejero que no escuchaba

Por: Lisandro E. Marías

Algunos hablan para transformar. Otros hablan para ocultar. Y unos pocos, como Marlon Ochoa, hablan para no escuchar. Desde su cargo como consejero del CNE, convirtió la palabra en pedrada, el argumento en agresión y la política en cruzada personal. Fue, durante los últimos cuatro años, la voz más estridente de un país que pide equilibrio y sensatez, y recibió en cambio un monólogo de arrogancia.

En lugar de representar al Estado, representó a su ego. En vez de garantizar transparencia, garantizó conflicto. Mientras el país pedía certezas, Ochoa entregaba desdén. Hablar era su única estrategia; pero hablar no es lo mismo que comunicar, y mucho menos que gobernar.

Su lenguaje no fue político, sino ideológico. Y su ideología, lejos de una visión transformadora, fue una repetición gastada de consignas envejecidas. En su cruzada verbal no hubo pueblo, solo enemigos. No hubo diálogo, solo acusaciones. No hubo reflexión, solo dogma. Convirtió el CNE en una trinchera partidaria, desfigurando su rol como garante del proceso democrático. Su visión de país cabía en una consigna, pero el país ya no cabe en esa consigna.

No entendió —o se negó a entender— que la ciudadanía ha cambiado. Que el pueblo ya no vota por mitologías, ni sigue caudillos de micrófono. Que la revolución no se hace a gritos, sino con resultados. Marlon Ochoa no supo leer el momento histórico. Insistió en la confrontación cuando el país pedía concertación. Apostó por la imposición, cuando se necesitaba inteligencia política. Y confundió radicalismo con liderazgo, cuando el liderazgo requería humildad.

La estrepitosa derrota electoral de LIBRE no puede explicarse sin su figura. Ochoa fue arquitecto de la retórica del fracaso. Su verbo no sumó, restó. Su tono no persuadió, espantó. En cada intervención pública, empujó un poco más al abismo a un gobierno ya debilitado. Atacó periodistas, se burló de analistas, despreció a los electores. Y cuando el silencio popular se transformó en voto castigo, fingió sorpresa.

La suya no fue una torpeza accidental, sino una arrogancia sistemática. Un desprecio constante por todo lo que no encajara en su estrecha visión de lo político. Como los peores cruzados, confundió la fe con la furia. Como los peores burócratas, confundió el cargo con autoridad moral. Su lenguaje dejó de ser herramienta de transformación y se convirtió en síntoma de decadencia.

Lo más grave no es que haya contribuido a la derrota. Es que sigue hablando como si nada hubiese ocurrido. Insiste en sus letanías ideológicas, sin asumir su parte del desastre. No entiende que el país ya lo juzgó, no con insultos ni con marchas, sino con la contundencia silenciosa del voto.

Y ese juicio no lo condena por lo que es, sino por lo que no fue: no fue un servidor público, no fue un interlocutor creíble, no fue un actor democrático. Fue una figura tóxica en un momento en que Honduras necesita puentes, no trincheras.

Hoy, Marlon Ochoa continúa hablando. Pero ya nadie escucha. No por censura, sino por irrelevancia. Porque su voz ya no representa a nadie, salvo a sí mismo. Y porque en política, cuando el consejero es el problema, el pueblo tiene la última palabra.

Y esa palabra fue: basta.

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