Tegucigalpa. – Las victorias electorales también suelen dejar buenas y útiles lecciones políticas. Existe la tendencia a creer que solamente las derrotas dejan lecciones y que debemos aprender de los fracasos más que de los triunfos. Pareciera que la euforia y la algarabía que rodean a los vencedores obnubilan de tal manera su visión de los hechos y los hacen olvidar o menospreciar las lecciones derivadas y las que les esperan una vez que se hagan cargo de la administración gubernamental.
Lo que está sucediendo actualmente en los inicios mismos del gobierno de Xiomara Castro es un buen ejemplo de lo que hemos afirmado. La situación en que la presidenta Castro y su equipo han encontrado al país es, por decir lo menos, lamentable. El país está en bancarrota, virtualmente quebrado, endeudado hasta niveles inmanejables, desprestigiado a nivel internacional y, por lo mismo, con escasa o ninguna credibilidad. Son razones más que suficientes para reducir la euforia y devolver un poco de racionalidad a los grupos vencedores. Es la hora de recuperar la sensatez y el sosiego.
Pero no parece ser así, a juzgar por la impaciencia desmesurada que anima a muchos militantes de la alianza ganadora, especialmente de su eje político clave, el partido Libertad y Refundación, para entrarle a saco a los puestos públicos y obtener cada quien su respectiva parte del pastel estatal. Hasta cierto punto es comprensible que así sea. Los militantes de base, activistas de la calle, operadores políticos y hasta simples simpatizantes sienten que les asiste el derecho a reclamar un empleo, un favor esporádico, una preferencia evidente, sin descartar la llamada telefónica esperada o el trato cortés y solícito por parte de los nuevos funcionarios. Se incomodan y dan rienda suelta de diferentes formas a su manifiesta impaciencia, ya sea con presión callejera o con búsqueda abrumadora, currículo en mano, de los personajes clave e influyentes en la nueva administración. Es un peregrinaje triste y abrumador.
Pero, lo cierto es que, aunque lo quieran, los nuevos jefes no siempre están en capacidad de atender el reclamo de las bases. Limitaciones presupuestarias, junto a trabas legales, impiden los despidos masivos de empleados que vienen desde la administración anterior. Mientras tanto, la impaciencia crece y empieza a convertirse en descontento, a punto de desembocar en conflictos sociales espontáneos que generan más dificultades al nuevo gobierno. Este es el precio de la victoria.
En una situación semejante no es difícil que un conflicto de naturaleza social se convierta de pronto en uno de carácter político. Esa curiosa “politización de la conflictividad social” puede llegar a ser peligrosa y exige un cuidadoso manejo de solución pacífica de los conflictos. El descontento puede trocarse en rechazo político incipiente, aprovechable por parte de la nueva oposición.
Sería un grave error creer que la anterior lealtad partidaria, reflejada en las urnas electorales, es permanente y lo suficientemente sólida como para sobrevivir a la impaciencia y la justa aspiración de obtener un empleo. Hay demasiada lealtad volátil, pendular, oscilante entre el antiguo entusiasmo y la inesperada frustración de hoy.
Conozco algunos casos de nuevos funcionarios que viven en un verdadero estado de angustia ante el espontáneo acoso de sus antiguos activistas. Con vergüenza legítima y dolor en el alma, evaden los encuentros y se vuelven tan escurridizos y gelatinosos que acaban despertando la sospecha y el resentimiento de los demandantes. Es otro precio de la victoria y su lección consecuente.
Esta novedosa variante de conflictividad social y político-partidaria está inserta con raíces profundas en la cultura política de nuestra población. Hija putativa de la “visión patrimonial del Estado”, se hunde en el tiempo y remonta sus orígenes a épocas lejanas. A lo largo de la historia, esta forma específica de participación ha sabido clonarse y, en vértigo proteico, asimilarse y adaptarse a los nuevos tiempos. Su renovada beligerancia actual es otra importante lección de la victoria electoral.