La sociedad hondureña tiene, desde hace tiempo, una enredadera entre las piernas, una piedrita en el zapato y dos o tres cayos que le impiden caminar. Pareciera que ese afán por el despegue nos lleva a ritmo sincopado y lento por la ruta del despeñadero. Debemos evitarlo.
No somos el único país que ha pasado por eso. Grandes naciones a lo largo de la historia han debido sortear los copiosos valladares del ostracismo social y el escollo retardatario. Nadie está vacunado contra el retroceso, por mucho que se haya avanzado. Es así como imperios, forjados con trabajo e inteligencia, han visto sucumbir sus glorias, ahogados en el marasmo de sus imperturbables miedos.
Cuando Marco Polo llegó a China en el siglo XIII, se encontró con una civilización milenaria que había inventado el papel, la porcelana, la imprenta, la pólvora, el compás, las cometas, la carretilla, los fuegos artificiales o los canales con compuertas. ¡En fin! Un mundo maravilloso que parecía estar a años luz de la oscurantista Europa de aquel tiempo.
Lo que no sabía el maravillado Marco Polo, es que esa China floreciente, estaba cambiando de manera irreversible, debido a la llegada de los mongoles y la dinastía Yuan. Esa China que tantos inventos había producido, empezó a languidecer y de súbito, dejó de producir ideas. Pronto se vio superada por Europa que, en pocos siglos, fue capaz de hacer revoluciones sociales, científicas e industriales que dieron lugar al mundo “occidental” que hoy conocemos.
Hay otros ejemplos: En el siglo IX, Bagdad era la metrópoli intelectual del Mediterráneo. Fue en su seno donde se tradujeron los clásicos griegos y romanos, se originaron los hospitales, se realizaron los grandes progresos en filosofía, astronomía y matemáticas. (La palabra álgebra proviene del árabe al jabar). Sin embargo, esa gloria desapareció en menos de dos siglos debido a la inflexibilidad de los líderes fundamentalistas, lo cual impidió que muchos de sus descubrimientos científicos fueran utilizados para generar bienestar.
Retardando mas el reloj del progreso, otro fundamentalismo, el cristiano, contribuyó s poner fin al pensamiento clásico grecorromano. Durante su época dorada, la Grecia de Tales de Mileto, Ptolomeo, Pitágoras y Sócrates, era una olimpiada de sabiduría, donde la inteligencia, la agudeza y el pensamiento creativo eran premiados como si de competencias deportivas se tratara. Pero toda esa libertad de la que gozaron los pensadores clásicos, dejó paso a la “verdad absoluta” del dios medieval cristiano, una “verdad” defendida con la espada del poder militar. Hasta que Tomás de Aquino reintrodujo a un Aristóteles que a su vez había sido rescatado gracias al islam.
Escribo todo esto porque, como dije al comienzo, nuestro pequeño y joven país parece languidecer en el aroma soporífero de los obtusos credos moralizantes que propalan una y otra vez, oscuros promotores del pensamiento único, del mimetizado creador de verdades absolutas. Todo esto, adobado por entusiastas corsarios que pululan sus doctrinas en los medios electrónicos, en los periódicos, en las redes sociales.
Los tales han existido desde los albores de la patria. Ya Morazán tuvo que bregar con ellos en su afán de que el recién nacido país se abriera al hálito de libertad y progreso que ya venía del viejo mundo en el tiempo que le tocó vivir. Aquel afán maniqueísta de implantar el pensamiento único, de pretender que solo los que piensan como “Yo, el supremo” son los buenos y los demás anatemas, no permite el surgimiento del debate y la construcción colectiva de ideas y procesos, que es al final la partera de las grandes transformaciones.
Esa es la trampa que enreda las piernas poderosas de nuestra Latinoamérica. De ella se intentaron librar prohombres como Bolívar, Martí y Valle, curiosamente utilizados hoy para implantar en nuestras pobre sociedades ese vicio corrupto del fundamentalismo retardatario. A esos extremos llegamos en la mezquindad.
¡Que diferencia guardan los extremos del pensamiento doctrinario embrutecedor, con la lógica de la batalla de las ideas! La diferencia es sutil y hasta confusa: podemos creer que hay debate, cuando la intención es implantar nuestros prejuicios en quienes pensamos, deben ser nuestros obedientes discípulos. Así no hay desarrollo posible.
Hoy, parece que los fundamentalismos ya no son religiosos, sino verdades irrefutables e incambiables surgidas de leyes inventadas e inútiles que debemos cumplir, aunque sepamos que nos llevan a un final distópico. Sigamos así y ya veremos cómo, quienes hacen de la dominación estulta su modus vivendi, seguirán cosechando alegres de saber que al final, la gente allá pelea sin saber el objeto de sus devaneos.