Tegucigalpa, Honduras. El ciberactivismo, hacktivismo o clictivismo está haciendo de las suyas en el tema político del momento: las pasadas elecciones en Venezuela.
Quienes no tienen claro que la revolución se hereda, recurren a la «guerra» cibernética para contrarrestar (según ellos) el combate ideológico, político y económico.
El ecosistema digital es el nuevo protagonista de esta guerra de guerrillas, pues es justo allí donde se logran las victorias electorales (y los fraudes o percepción de fraude).
El ciberactivismo está cubierto por las protecciones tradicionales de los derechos humanos, como el derecho a protestar, la libertad de expresión, el derecho de reunión y manifestación y otros derechos políticos básicos, nos dice el escritor Tom Sorell, quien también explica que el hacktivismo es una forma de activismo político utilizado contra poderosas instituciones comerciales y gobiernos. Por otro lado, el clictivismo o activismo de sillón toma su oxígeno desde el poder de sus armas predilectas: un dispositivo y conexión a Internet, para entrar en la plataforma política con el mínimo esfuerzo y recurriendo a ejércitos de bots.
En la batalla, aparecen como tácticas disuasorias las noticias falsas, que contribuyen a «sembrar» en el subconsciente mensajes alejados de la verdad, pero con el componente narrativo que las masas quieren escuchar.
Una presidenta Xiomara Castro felicitando al mandatario Nicolás Maduro antes del cierre de las urnas; una Laura Richardson (del Comando Sur de Estados Unidos) llamando a los venezolanos a pedir una intervención inmediata… Ambas son noticias falsas que circularon rápidamente e hicieron a muchos caer en las redes de mentiras.
Las trampas están por doquier e incrementan el odio entre ciudadanos de diferentes países, pero del mismo continente; un funcionario grillándole a un multimillonario; congresistas y funcionarios pisoteando la diplomacia. Y hasta Anonymous entró al ruedo.
Auspiciadas por el cuarto poder que recae en los medios de comunicación, un cuartel que se convierte en la mano invisible que mece las urnas y a las audiencias, a quienes no les queda de otra que confiar firmemente en lo que leen y consumen, repitiéndolo como credo y dando la vida por él.
Las elecciones no se ganan con votos, sino con «buena» prensa, entendiéndose esta como la que se utiliza cual aguja hipodérmica para inyectar pseudo verdades que anestesian hasta adormecer.
Usan la persuasión para lavar cerebros y champucear ideas, mientras los espectadores sudan calenturas ajenas y entran en el campo de batalla para entretener a los faraones -verdaderos artífices de estas reyertas ideológicas- que con ínfulas hegemónicas alquilan personas de perfil mediático, pero dudosa credibilidad, para contribuir al ilusionismo de la solidaridad, empatía y esperanza; crean cuentas a su imagen y semejanza para sembrar confusión y caos.
Aún sin ser observadores, acompañadores, ciudadanos venezolanos, expertos en política exterior o expertos en sistemas electorales, hay quienes juran y perjuran que hubo fraude, ¿por qué? Simplemente, por los días de opacidad sin datos abiertos, sobre todo cuando quien debería estar más interesado en legitimar el proceso se negó a mostrar las actas.
Ni la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ni la Organización de Estados Americanos (OEA, de la que -como me contó una vez en una entrevista el gran Matías Funes-QDDG-, se decía que son iniciales que no sirven ni para aprenderse las vocales), ni el Centro Carter, ni las asociaciones y redes que desde Honduras exigen un cese a la violencia, podrán hacer nada. Habrá que rezarle a la Virgen de Coromoto, porque solo los venezolanos podrán resolver esta crisis.
Mientras, en Honduras, el pánico pre-electoral se comienza a sentir, en Venezuela se cumple una semana de enfrentamientos entre oficialismo y oposición, el continente se debate entre una Venezuela socialista-democrática y una Venezuela dictatorial-represiva; entretanto, el mundo sigue en medio de la guerra, pero sin novedad en el frente.