Tegucigalpa. – La corrupción, sin duda, adopta múltiples y variadas formas para concretarse y manifestarse. Cada vez que estalla un nuevo escándalo de corrupción, se descubren nuevos métodos, formas novedosas, estilos diferentes, mecanismos sorprendentes y argucias variadas para llevar a cabo el acto de corrupción y ocultar su existencia. La imaginación de los corruptos no tiene límites, aunque a veces su torpeza y descaro solo se explican por la prisa que tengan y la percepción íntima de que son impunes y que la justicia local nunca habrá de castigarles.
Ahora que inicia un nuevo gobierno es más fácil conocer detalles precisos de los actos de corrupción del régimen anterior y, sobre todo, de los más recientes, los que fueron urdidos con la prisa del último momento, en un alocado intento por arrasar con todo y saquear al Estado a como diera lugar antes de que se produjera la debacle definitiva. Y así, entre más improvisado y urgente era el acto de corrupción, mayor era su desorden interior y su exposición pública. Un corrupto con prisa suele ser un corrupto desnudo ante los ojos del público. Pero no todo fue caos y confusión.
Ahora, con el sosiego debido y la información apropiada, podemos ver el cuadro completo del sistema de hipercorrupción montado por el gobierno anterior dentro y fuera del Estado. Por la vía de una planificada desarticulación de la coherencia interior del Estado, lo que hemos llamado “la parcelización del aparato estatal”, utilizando generalmente la concesión de generosos fideicomisos (unos 86, según datos que circulan) a sectores privilegiados de la banca privada, los corruptos mayores, los que estaban en la cúpula de la pirámide, distribuían los oasis de poder en un Estado que cada vez se parecía más a un archipiélago.
De esta forma se fueron conformando núcleos de influencia coordinados y dirigidos desde la cúspide gubernamental, cuya dosis de poder y control dependían totalmente del nivel de provechosa cercanía o lamentable lejanía que los acercaba o los alejaba del centro distribuidor de cuotas de poder y acceso a los fondos públicos.
El Estado, otrora consolidado internamente y con una coherencia funcional aceptable, se vio de pronto fragmentado y distribuido entre diferentes islotes de poder más interesados en el saqueo de los recursos que en el funcionamiento normal del aparato. Muchos de los principales Ministerios, sobre todo aquellos favorecidos con las mayores asignaciones presupuestarias, fueron poco a poco creando sus propias redes de distribución, haciendo florecer decenas de organizaciones no gubernamentales que, con frecuencia, obtenían su personería jurídica apresurada y funcionaban como instituciones de fachada, creadas solo para canalizar por su vía los dineros de la corrupción. “Desconfía, me aconsejaba un amigo, de aquellas organizaciones que se definen por lo que no son”.
De esta forma, con habilidad de orfebre, los corruptos mayores de la cúspide fueron remodelando el Estado, creando a la vez estructuras paralelas que funcionaban en silencio, a la sombra de las instituciones establecidas y amparadas en su paraguas legal. Mientras el Estado tradicional se fragmentaba y debilitaba, el “Estado paralelo” se fortalecía y ampliaba. Esa ha sido la lógica perversa del sistema de hipercorrupción que se instaló en nuestro país.
Este sistema, a su vez, va generando gradualmente una subcultura de la corrupción que se internaliza en la mente colectiva y termina siendo asumida como si fuera normal y cotidiana. Así es como nace y se desarrolla la “tolerancia social” hacia los corruptos, una de las cuatro columnas que, junto al dúo del corrupto y el corruptor, más la impunidad judicial, dan vida y sustento al sistema de intensa corrupción, cinismo y desprestigio en que se ha encontrado sumido nuestro país. Ojalá que el nuevo gobierno impulse con la debida energía y el conocimiento apropiado una verdadera política de anticorrupción.