La carta de la Democracia

Roberto Flores Bermúdez

Los Cancilleres estábamos reunidos en Lima para la Asamblea Anual de la OEA. El tema principal era la Carta Democrática. Yo estaba por incorporarme a la sesión cuando CNN reportaba el ataque a las torres del World Trade Center en Nueva York. La fatídica agresión en suelo norteamericano contrastaba con los nobles propósitos de contribuir a consolidar la democracia continental.

El infausto ataque produjo miles de muertos y de heridos, mandó el mensaje que nadie está a salvo del terrorismo y desencadenó una guerra de dos décadas. La acumulación de los fenómenos derivados del 9/11 transformaron el sistema de vida en todo el planeta. En vista de ese preámbulo a la reunión de Cancilleres de la OEA, el Secretario de Estado Colin Powell estaba presto para su retorno inmediato a Washington DC. El Canciller peruano, Diego García Sayan, lo persuadió para retrasar su viaje. Me correspondió secundar la moción con vistas a aprobar la Carta, y habiendo despachado el tema con la premura que prevalecía, ésta quedó adoptada, tal vez con optimismo un tanto iluso. La intención fue ponerle punto final a la oscilación que prevalecía entre democracia y autoritarismo, situación que, eufemísticamente hablando, aún no se logra superar.

El Sistema Interamericano es el esquema regional más antiguo del mundo. Desde 1889, cuando se reunió la Primera Conferencia Panamericana en Washington DC, arrancó la concertación americana para afianzar los principios del derecho y la costumbre internacional entre sus Estados miembros. En su larga vida, la organización ha tenido avances en la concertación de principios. Entre ellos, se destaca el inédito reconocimiento de la democracia como un derecho.

La Carta Democrática delinea los elementos esenciales que debe poseer una democracia. También incluye un mecanismo gradual para que los Estados de las Américas puedan establecer una defensa colectiva de la misma. En sus veinte años de funcionamiento, ha sido invocada siete veces. Sin embargo, el éxito de su aplicación ha sido deficitario. Como indicó Michael Shifter, presidente del Diálogo Interamericano en una reciente disertación (9 de septiembre, 2021), el análisis del estado de la democracia actualmente presenta una realidad alarmante. Es evidente que la falta de voluntad y de compromiso para su cumplimiento por parte de algunos Estados miembros, así como las tendencias autoritarias en varios países, se desvían de varios de los elementos que establece la Carta.

Así como la mayor fortaleza de la Carta es señalar el camino de la democracia en el continente, su mayor debilidad es la ausencia de un mecanismo para hacerla efectiva. Ha sido insuficiente contar con los ejercicios de negociación, mediación o misiones especiales. De ahí que uno de los esfuerzos más prometedores para el logro de los fines de la carta es el posible involucramiento de las instituciones financieras internacionales.

La implementación de la Carta también se da en un marco de contradicciones. Varios Estados miembros reclaman su aplicación a otros, sujeto a sus propios intereses nacionales cuando convenga e ignorándola cuando no. Esa actitud a veces convierte al instrumento en una carta mediática, a jugarla en la mesa de la geopolítica donde la huaca es el beneficio individual. Como toda institución internacional, la OEA será lo que los Estados miembros quieran que sea, o lo que le permitan ser.

A menudo asociamos tanto los logros como las tragedias con las circunstancias subjetivas que vivimos. Así me ocurrió con el ataque del 9/11 y la adopción de la Carta Democrática. Ambos fenómenos coincidieron en tiempo y, aunque guardan distancia en cuanto a gravedad y repercusión, son igualmente importantes en sus respectivos espacios. Al recordarlas, se puede apreciar el camino andado y reconocer los desafíos que aún permanecen.

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