La banalización del mal

Julio Raudales

“La economía es la reina de las ciencias sociales” escribió en su famosa propuesta sobre la Nueva Economía Política (NEP) el ya mítico Vladimir Ilich Ulianov (Lenin).

Pero Abba Lerner, el distinguido economista moldavo-americáno que, habiendo crecido en la Rusia Sovietica, adversaba a Lenin, ripostó: “En efecto, la economía es la reina de las ciencias sociales, siempre y cuando no esté sujeta a los vericuetos de la política. ¡Y Vaya que tenía razón!

Basta con observar los agravios contra el bienestar que los políticos de todos los colores cometen en nombre del “buen gobierno”. El asunto ha degenerado tanto que los “cientistas” le han buscado un nombre: POPULISMO.

Es la enfermedad social de moda. Lo padecen dignatarios, tecnócratas, periodistas y estudiantes, pero sobre todo los votantes. La gente añora el reconocimiento. Todas y todos deseamos sentir que le importamos a alguien y así encontramos en el alcalde, el diputado o el presidente, la persona idónea para satisfacer esa carencia innata de afectos.

Por supuesto que los políticos de oficio, esa élite expropiante de los recursos que tanto le cuesta ganar a la ciudadanía y que no le queda más remedio que pagar en forma de impuestos, conoce esta debilidad y la explota al máximo.

Regalar dinero a cambio de nada, hacer fogones o dar bolsas con insumos agrícolas para fomentar la economía de subsistencia y llamar a eso “Vida Mejor” o “Red Solidaria”, subsidiar el precio de los combustibles, no cobrar por los servicios públicos de energía, son buenos ejemplos de cómo puede usarse el erario de manera fútil, con la mira en el beneplácito electorero.

No hay manera formal de justificar estas acciones si lo que deseamos es medir el beneficio social que harán de las vidas que “pretenden” mejorar. Un genuino programa de inversión pública requiere de procesos rigurosos de evaluación social ex – ante, durante y ex – post.

También es populista inflar artificialmente el precio de la moneda local con respecto a la extranjera bajo el espurio argumento de no afectar el consumo de los pobres o intentar expandir la liquidez utilizando la tasa de interés oficial como referencia sistémica. Parece que no lo aprenderán nunca: Intentar detener al sistema de precios es igual que echar sal al mar. El mercado es inexorable.

El populismo es el asesino de la prosperidad, el destructor de la democracia y el enemigo más atroz de los derechos humanos.

Es por ello lo que las actuales autoridades y también las anteriores han fracasado tanto y tan estrepitosamente a la hora de combatir la pobreza. Nada la reduce de manera sistemática si no se respeta la triada virtuosa de los derechos humanos, el libre comercio y la democracia como pacto social integrador.

Destruye la república como un virus, precedido siempre por una forma degradada de hacer política, apoyada en la división y polarización social. La pregunta obligada a responder es: ¿cuál es la causa última del populismo de nuestros días? ¿Por qué tanto la izquierda como la derecha han adoptado actualmente esta modalidad en el ejercicio de sus deberes, que, además, parece tener éxito?

La respuesta a las preguntas anteriores parece clara. Ejercitar el poder con el prurito de considerar que este ejercicio permite, además de acceso directo al presupuesto nacional, la posibilidad de controlar elementos tan sensitivos como la seguridad nacional y la defensa, ofrecen una mejor aproximación a las verdaderas causas.

Lo hecho por el gobierno nacionalista entre 2010 y 2022 con consabidos resultados nos tiene, a ojos de muchos expertos, en la categoría de narco-estado. ¿Es eso lo que queremos? ¿Qué de una vez se despejen las dudas y que seamos confirmados como un estado paria cuya clase política aprovecha el monopolio de la fuerza para ejercitar todas las actividades no meritorias posibles?

El gran problema parece ser la imposibilidad de revertir el camino tomado. Los señores (y señoras) del poder parecen ejercer su cinismo con el mayor desparpajo posible. Es la banalización del mal, en palabras de Hanna Arendt. Ni las elecciones de 2021, ni los juicios en Nueva York o aun el incremento en la violencia parecen ser suficiente lección. Triste cosa es ir en “guardabajo” sabiendo que nos estrellaremos al fondo sin poder evitarlo.  

Honduras se encuentra en peligro inminente. El deterioro experimentado en los últimos años en que insurge la nefasta combinación de crimen organizado y populismo está llevando al país por su peor ruta. No desarticular el ejercicio populista de la política nos expone sin remedio a la tentación autoritaria que, tarde o temprano, termina destruyéndolo todo.

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