
En su libro “Cómo mueren las democracias”, los académicos estadounidenses Steven Levitsky y Daniel Ziblatt exponen con detalle el manual de los autócratas para debilitar los sistemas democráticos y subvertir el Estado de derecho hasta eliminar la oposición política, establecer un sistema de partido único e instaurar una dictadura. Pero ya no como en el pasado, mediante cruentos golpes de Estado, sino de una forma más sutil: secuestrando y utilizando la propia institucionalidad democrática para alcanzar esos fines.
Para ilustrar ese progresivo proceso de debilitamiento de los pesos y contrapesos del sistema democrático, ambos autores plantean una pregunta clave: ¿cómo hacen las personas autoritarias, elegidas democráticamente, para destruir las instituciones que supuestamente las limitan?
La respuesta es inquietante: algunas lo hacen de un plumazo, pero con más frecuencia la erosión ocurre de manera paulatina e imperceptible. Al principio, la ciudadanía cree que todo sigue igual: se celebran elecciones periódicas, existen partidos políticos, los opositores conservan curules en el Congreso y la prensa independiente continúa denunciando. Sin embargo, poco a poco, los cimientos democráticos se resquebrajan.
Levitsky y Ziblatt advierten que la subversión del sistema democrático ocurre a pasos diminutos, barnizados de legalidad, mediante decisiones gubernamentales revestidas de legitimidad por un Congreso o una Corte Suprema controlada por el oficialismo, que otorgan apariencia de «constitucionalidad» a lo que en realidad es una manipulación del sistema. Así, el autoritarismo se instala ante los ojos de la sociedad y la comunidad internacional sin tanques ni bayonetas, sino mediante decretos y resoluciones espurias.
Muchos de esos movimientos se justifican bajo pretextos nobles: combatir la corrupción, el crimen, el narcotráfico o la evasión fiscal; garantizar elecciones limpias o fortalecer la seguridad nacional. Ejemplos claros los vemos en Honduras y El Salvador, donde se ha mantenido un estado de excepción permanente que limita las garantías constitucionales bajo el argumento de enfrentar las pandillas, la extorsión y sus delitos conexos.
De esta forma, los autócratas socavan sutilmente las instituciones y secuestran a los árbitros, reescriben las reglas del juego para beneficio propio, y utilizan el sistema judicial, la policía, los servicios de inteligencia, las agencias tributarias y organismos reguladores como armas contra la oposición y la prensa independiente.
Al detenernos en este análisis, salta a la vista cómo este manual de los autócratas se ha venido aplicando de manera abierta y disciplinada en Honduras por el gobierno actual. Nos acercamos a las elecciones generales del 30 de noviembre bajo una profunda incertidumbre sobre la transparencia y legitimidad del proceso.
Hasta ahora, el Gobierno y el partido oficial han intentado, por todos los medios, descarrilar el proceso electoral y controlar la última institución que se les ha resistido: el Tribunal Supremo Electoral. Sus dos integrantes, representantes de los principales partidos de oposición, han sido objeto de acoso institucional y judicial para domesticarlos y doblegar su independencia. Afortunadamente, hasta el momento, esa embestida no ha tenido éxito.
Los hechos del 9 de marzo, que derivaron en el boicot de las elecciones primarias, fueron la prueba más contundente de esa estrategia. Con el contubernio de las Fuerzas Armadas, bajo la complacencia de su comandante Roosevelt Hernández, el Gobierno intentó subvertir la voluntad popular mediante el extravío de urnas en cientos de centros de votación, buscando desincentivar la participación ciudadana y afectar a los partidos Nacional y Liberal con el fin de potenciar a Libertad y Refundación como partido en crecimiento, pero mediante el instrumento del fraude y la manipulación grosera de votos en las urnas controladas por su militancia.
La maniobra fracasó ante la resistencia cívica de la población, que permaneció en los centros de votación hasta la madrugada exigiendo ejercer su derecho al voto. Este boicot, orquestado desde las más altas esferas gubernamentales y militares, no debe quedar impune. Requiere investigación y deducción de responsabilidades una vez se produzca un cambio de autoridades nacionales.
A la par, el gobierno, a través de un Ministerio Público totalmente sumiso y una Corte Suprema controlada, ha desatado una cacería de brujas contra la oposición, abriendo expedientes de corrupción y otros supuestos delitos para debilitarla políticamente de cara a las elecciones.
En contraste, el fiscal Johel Zelaya ignora los graves actos de corrupción en este gobierno: el saqueo en Sedesol, el narco-video de Carlos Zelaya, el «planillazo» del IHSS, la compra irregular de boletos aéreos en la Secretaría de Planificación, los contratos inflados en Gobernación y Justicia, la sobrevaloración en la reparación del Estadio Nacional y la adquisición de pupitres, entre muchos otros casos.
Con todo esto, resulta imposible sostener que los hondureños asistiremos a un proceso electoral transparente y en igualdad de condiciones. Lo que observamos es un intento burdo y sistemático de subvertir el proceso democrático para perpetuarse en el poder, encabezado por una candidata que no logra generar simpatías y se hunde en una retórica populista, revolucionaria y antisistema.
Frente a esta realidad, surge una pregunta inevitable: ¿cómo preservar nuestra democracia y evitar que el próximo proceso electoral se convierta en el epitafio del sistema republicano en Honduras?
La respuesta exige grandeza y responsabilidad histórica de los líderes de los partidos de oposición. Ellos deben entender que nuestra democracia agoniza y que este no es el momento de los intereses personales ni partidarios. Es el momento del país. Si todos los candidatos no actúan unidos para rescatar las instituciones del control político y garantizar elecciones auténticas, transparentes y libres, no solo perderán una contienda: perderemos la democracia misma.
Este es el momento definitorio para salvar lo que todavía queda de nuestra democracia, el día después de las elecciones puede ser muy tarde. La historia y los pueblos juzgan con severidad a quienes, pudiendo defender la libertad, eligieron la comodidad del silencio y privilegiaron los arreglos bajo la mesa para ganar impunidad. Este es el instante de decidir si Honduras será una república viva o una democracia moribunda envuelta en el disfraz de la legalidad del llamado socialismo democrático.