Tegucigalpa. – Justo en el día consagrado al amor y la amistad, la Cancillería hondureña hizo pública una noticia largamente esperada por nuestra sociedad: la solicitud del gobierno norteamericano para extraditar a un viejo “aliado”, a quien los diplomáticos del Ministerio de Relaciones Exteriores, con una sutileza simple y rayana en el misterio, describen solamente como “un político hondureño”. Pero esa forma elíptica de definir al posible extraditado no ha servido de mucho; los ciudadanos saben de quien se trata y lo identifican con simpleza y certeza: es Juan Orlando Hernández, más conocido como JOH y quien hasta hace un par de semanas seguía siendo el presidente ilegal de Honduras (2014-2022).
No hay sitio en mi conciencia para la alegría por el mal ajeno, aunque el resultado de ese mal haya sido tan impactante y dañino para la nación entera. La noticia de su posible detención y extradición hacia los Estados Unidos para comparecer ante los tribunales del Distrito sur de Nueva York, ha sido recibida por mis compatriotas con una mezcla de satisfacción y júbilo, aunque también con comprensible tristeza y desaliento por el entorno de sus seres queridos y colaboradores cercanos. La policía ha rodeado su casa y seguramente espera la luz del día para proceder a su captura. Triste y patético final para un hombre que hizo del poder el mejor instrumento para la acumulación de riqueza, el placer desbordado y el deleite familiar. Desde el palacio presidencial, dio rienda suelta a un inocultable complejo de príncipe árabe (el pashá graciano), viajando por el mundo en un avión especialmente comprado para él y sus numerosas comitivas. Acumuló fortuna por todas las vías posibles y cultivó amistades que hoy deben resultarle incómodas y perjudiciales. Disfrutó sin límites los atributos del poder y lo ejerció con provechosa benevolencia para sus escasos amigos, a la vez que no vaciló en mostrar su incuestionable tendencia al autoritarismo y la deslealtad.
Hoy, atrapado entre las consecuencias de su estilo de vida, el hombre solicitado en extradición comprueba desde sus ventanales cubiertos de finas cortinas el ajetreo exterior, los desplazamientos de decenas de policías que, apenas ayer, le saludaban con fingido respeto y obedecían sus múltiples deseos reconvertidos en órdenes inapelables. Es el momento final, es la agonía del poder, la hora en que los sueños y el pensamiento ilusorio del que fuera todopoderoso JOH, empiezan a evaporarse lentamente ante sus ojos.
A diferencia de otros gobernantes despóticos y autoritarios, a JOH no lo ha sorprendido la llegada del final. Desde hace ya varios años había comenzado la cuenta hacia atrás, el retorno de las agujas del reloj, la angustiante espera del que ya se sabe condenado y siente que se le acaba la vida. A lo largo de mi existencia he podido ver el progresivo deterioro y la lenta decadencia de diferentes regímenes políticos tanto de izquierda como de derecha. He visto huir a poderosos dictadores, he leído y releído sus atribuladas biografías y, en más de una ocasión, he tenido la dudosa suerte de entrevistar a más de alguno de sus colaboradores caídos. Casi todos, si no es que todos, resultan patéticos y lamentables. Son la viva imagen de la derrota andante, el recuerdo de mejores días, la sombra del antiguo reino. Sus rostros reflejan la agonía del poder, la gradual destrucción de sus estructuras y la evaporación invisible de sus columnas y soportes. Llegó la hora del júbilo para las víctimas, “el turno del ofendido…”
Sin aspavientos indebidos ni afán desmedido de venganza, los hondureños debemos asumir este momento como uno de carácter histórico, un instante en que se cierra la página de la ignominia para dar paso a la auténtica reconstrucción moral de la patria, al nacimiento de un poder renovador, modernizador y, en la medida de la posible, plural y democrático. Ojalá tengamos la lucidez suficiente para aprovechar esta magnífica oportunidad.