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Indulto y Justicia Social

Chasty Fernández

En un país de doce millones de habitantes, más de seis millones fueron llamados a elegir un rumbo. Pero mientras las urnas cerraban, otro capítulo, más oscuro y más pesado, se escribía a espaldas de todos: el perdón para quienes usaron al país como si fuera un botín, un territorio para negociar influencias, favores y silencios. Una condena de cuarenta y cinco años se evaporó de un plumazo, sin explicación, sin verdad, sin transparencia; un acto que cayó sobre la nación como un velo impuesto para que nadie preguntara demasiado.

He trabajado alrededor de veinte años con poblaciones en riesgo y en extrema pobreza, y ese camino me ha permitido conocer niñas, niños y jóvenes que, en su desesperación por encontrar alimento, abrigo o un simple par de calcetines, se vieron obligados a robar un pedazo de pan para sobrevivir. Muchos/as terminaron encerrados tras una pared gris con barrotes fríos, sin un espacio para ser escuchados/as, sin protección de sus derechos, sin acceso a un juicio justo. Algunos/as pasaron meses, incluso años, pagando condenas desproporcionadas por delitos que nacieron del hambre y del abandono. Y nadie corrió por ellos/as como ahora corren por quienes siempre fueron poderosos.

En cambio, a quienes jugaron con la soberanía, a quienes convirtieron la nación en un tablero para alianzas oscuras, se les ofreció clemencia disfrazada de humanidad. Un indulto que cayó como una sombra sobre todos, recordándonos que en este país la justicia no tiene la misma balanza para medir culpas. Al débil se le exige pureza; al fuerte se le perdonan los pecados.

¿En qué agujero negro nos están metiendo? ¿A qué condena silenciosa nos han amarrado? Soy madre y padre a la vez, y pienso en el futuro de mi hija. ¿Qué país le estoy dejando? ¿Quién cuidará de ella cuando yo ya no esté? Si hoy la injusticia se normaliza, mañana se volverá ley. Si hoy se perdona el abuso del poder, mañana se justificará. Y si hoy se calla ante la corrupción, mañana será parte del paisaje.

Honduras lleva años sin verdaderos líderes. No hay padres de la patria, solo administradores de intereses propios. Cada institución, cada organización, cada proyecto se mueve según la conveniencia de quienes lo manejan. No hay consecuencias para quienes roban, mienten, manipulan o destruyen. Y así, el mal se vuelve costumbre, la indiferencia se vuelve refugio, y la esperanza se vuelve un lujo.

En esta tierra todos/as somos responsables no solo de los errores que cometemos, sino también de los silencios que permitimos. Debemos entender que el verdadero perdón nace cuando hay verdad, justicia y voluntad de reparar. No cuando se exonera al poderoso y se olvida al vulnerable.

Francisco Morazán, héroe de Centroamérica, nos recuerda que la grandeza de un país no se mide por su territorio, sino por la dignidad y el honor de sus hijos. Una nación no puede considerarse fuerte si sus habitantes crecen en hambre, abandono o injusticia, mientras los poderosos actúan impunemente. Quien asuma como nuevo líder debe escuchar, proteger y cuidar a toda la población, garantizando un país libre de miedos, con oportunidades, justicia y esperanza para todos.

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