
Siguiendo la línea del análisis anterior, es necesario examinar los efectos del nepotismo en la gestión de los asuntos públicos. Como se ha señalado, el nepotismo constituye una forma atávica de organización social, propia de etapas tempranas del desarrollo humano, cuando los vínculos familiares eran el principal criterio de pertenencia y confianza. En cambio, en un sistema de gobierno tecnocrático y moderno, independientemente de su orientación ideológica, los lazos de sangre no deberían influir en los procesos de nombramiento, selección o toma de decisiones. Este fenómeno resulta especialmente grave en el sector público, más aún que en el privado, pues en él los intereses comprometidos no pertenecen a individuos o grupos particulares, sino que conciernen al conjunto de la sociedad.
El nepotismo en el sector público tiene raíces profundas que se remontan a una sociedad de carácter rural, donde los lazos familiares y personales constituían la base de la organización social. Una de las principales razones por las que este fenómeno persiste es la carencia de cuadros profesionales en la administración pública. Al no existir un servicio civil plenamente profesionalizado, cada cambio de gobierno implica la sustitución de muchos funcionarios, generando vacantes que las nuevas autoridades deben llenar. A ello se suma la ausencia de mecanismos institucionales de selección y postulación basados en el mérito, lo que impide establecer procesos técnicos y objetivos de contratación. En este contexto, las decisiones suelen depender de dos factores informales: el agradecimiento político hacia quienes colaboraron con la campaña o el vínculo personal o familiar con los funcionarios en el poder. Ambos mecanismos perpetúan una cultura de favoritismo que debilita las instituciones y reduce la eficiencia del Estado.
Otro aspecto característico del nepotismo en el sector público es la existencia de redes cercanas de parentesco o afinidad que rodean a los funcionarios. Para disimular estas prácticas y dar una apariencia de legalidad, se recurre con frecuencia a un mecanismo de intercambio de favores: los funcionarios evitan contratar directamente a sus propios familiares y, en su lugar, colocan a los parientes o allegados de otros colegas en distintas instituciones. Así, el funcionario A contrata a los familiares del funcionario B, mientras que este último hace lo mismo con los del primero. De esta manera, se genera una red cruzada de beneficios que, al multiplicarse en distintos niveles del aparato estatal, perpetúa el nepotismo de forma encubierta y dificulta su detección por los organismos de control.
Este fenómeno genera consecuencias profundamente negativas para la gestión pública. En primer lugar, debilita la legitimidad del Estado y el respeto hacia las instituciones, pues las personas que ocupan cargos públicos dejan de ser percibidas como servidores del bien común y pasan a ser vistas como beneficiarios de privilegios personales. Esta pérdida de credibilidad afecta incluso a aquellos funcionarios que desempeñan su labor con honestidad y vocación. Además, el nepotismo desalienta a los profesionales competentes que aspiran a construir una carrera en el servicio público basada en el mérito, reduciendo aún más la capacidad del Estado para atraer y retener talento de calidad. Asimismo, este mecanismo impide el desarrollo de un verdadero servicio civil y fomenta la corrupción, ya que cuando los altos funcionarios utilizan su poder para favorecer a sus familiares —anteponiendo intereses personales al bien común—, ese comportamiento se replica en los niveles inferiores de la jerarquía. Con el tiempo, se normaliza la idea de que cada funcionario puede servirse de su cargo, debilitando los valores éticos y el sentido de responsabilidad pública.
Para enfrentar eficazmente este problema, es indispensable una decisión política firme desde la más alta autoridad del Estado. En ese sentido, la Presidencia de la República podría emitir, mediante un Decreto Ejecutivo (PCM), una prohibición explícita de contratar, nombrar o designar en cargos públicos a personas que se encuentren dentro del tercer o cuarto grado de consanguinidad o del segundo o tercer grado de afinidad con los altos funcionarios de la administración vigente. Esta restricción debería aplicarse de manera general en todo el aparato gubernamental, y no únicamente dentro de una misma institución u organismo. Una medida de este tipo enviaría un mensaje ejemplarizante a toda la administración pública y tendría un efecto multiplicador en otras áreas del Estado. Si bien posteriormente podría complementarse con reformas legislativas más amplias, no es necesario esperar la aprobación de una nueva ley para iniciar el cambio, ya que la Presidencia cuenta con la potestad legal y moral para establecer este tipo de normas mediante un decreto ejecutivo. Esta acción inicial marcaría un precedente importante en la lucha contra el nepotismo y serviría como punto de partida para la construcción de una cultura meritocrática en el servicio público.
Con frecuencia, el nepotismo se condena únicamente cuando proviene de las autoridades o administraciones del adversario político, mientras se tolera o justifica cuando lo practican quienes están del propio lado. Pero la única forma de trascender este problema y construir un Estado moderno y profesional es a través de las acciones concretas de quienes ejercen el poder en el presente. La sociedad hondureña demuestra hoy una madurez cívica creciente y un clamor popular evidente por la transparencia y la meritocracia, lo que indica que el país está preparado para una reforma de fondo. La adopción de estas medidas no solo obligaría a priorizar la calidad y capacidad técnica de los funcionarios públicos, sino que también cambiaría la percepción del servicio público, alejándolo de la idea de botín político destinado a grupos o familias privilegiadas. Finalmente, este proceso contribuiría a restaurar la confianza ciudadana en las instituciones y a sentar las bases de una democracia moderna y eficiente, donde el mérito, y no el parentesco, determine quién sirve al país.






