Tegucigalpa.-Pocos años después de la muerte en 1953 de Iosif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido por su sobrenombre de Stalin, uno de sus más polémicos sucesores, Nikita Serguéievich Jrushov, inició la arriesgada e intrépida campaña de denunciar los crímenes de Stalin, restaurar la llamada “legalidad socialista” y superar de una vez por todas el lastre y la macabra herencia del régimen estalinista en la antigua Unión Soviética. Era un reto monumental, faraónico, inmenso, tanto en su dimensión institucional y humana como en su contenido histórico.
La experiencia no duró mucho, apenas unos ocho años, y fue concluida de manera grotesca con la súbita destitución de su líder e inspirador a finales del año 1964. La aventura reformista de Jrushov fue conocida con el nombre de “el deshielo”, haciendo honor al título de la célebre novela del escritor judío/ruso Ylia Erenhburg, quien desde el ámbito de la literatura saludó y describió el ambiente de lo que pudo haber sido una pionera “primavera rusa”.
El fracaso de esta monumental iniciativa histórica fue analizada con especial lucidez por el historiador judío/polaco Isaac Deutscher, el célebre y malogrado biógrafo de León Trotsky, quien explicó la derrota de Nikita con una aplastante y convincente conclusión dialéctica: intentó, dijo Deutscher, superar el estalinismo con métodos estalinistas… y ese fue su gran error. La historia posterior y el desarrollo de los acontecimientos confirmaron la profunda racionalidad de esta simple contradicción.
Soy un convencido de la utilidad práctica que nos brinda el estudio de la historia. Valoro sus lecciones y, en lo posible, trato de asimilar sus enseñanzas y aprender de su legado. Por eso me resulta habitual hacer las inevitables comparaciones, guardando los límites y respetando los contextos y situaciones específicas en cada caso. Pienso, por ejemplo, en la contradicción que se anida en las actuales promesas electorales para crear, institucionalizar y defender un verdadero Estado de derecho pero, al mismo tiempo, utilizando para ello métodos y procedimientos tan autoritarios y abusivos que, en esencia, niegan los valores republicanos del Estado que quieren restablecer. No se puede consolidar instituciones democráticas con métodos autoritarios y verticales, de la misma manera que tampoco se puede construir un Estado de derecho con procedimientos, estilos y normas contrarias a la esencia democrática de ese Estado. A menos que lo que se quiera construir no es un Estado de derecho sino uno de derecha.
Basta una simple mirada sobre lo que está aconteciendo actualmente en el sistema de partidos del país para comprender que no siempre sus actores políticos actúan con la coherencia debida y la lógica necesaria. Ofrecen democracia a la sociedad, pero no la practican al interior de sus organizaciones partidarias; se muestran tolerantes del diente al labio pero en el fondo son excluyentes y arbitrarios. Como suele decirse, son liberales en la calle pero sangre de fraile en la casa. Simpáticos y melosos en la tribuna, al mismo tiempo que despóticos y autoritarios en las asambleas internas de sus propios partidos.
Para comprobar la falsedad de sus mensajes basta poner atención a ciertos estribillos que, cual muletillas, persisten y dan soporte a su discurso político. Hablan de “mis diputados” o “mis magistrados” como si fueran los dueños de sus vidas y haciendas. Irrespetan sus propios reglamentos internos y violentan, con insufrible frecuencia, las más elementales normas de convivencia y relación democrática que debe existir en sus instituciones políticas. Dirigen a sus partidos con estilos y métodos del viejo caudillismo rural, hoy reconvertido en urbano, imponiendo su voluntad y abusando de su poder e influencia. Confunden el mundo actual con aquel del cual proceden. Son ególatras y mesiánicos a tal punto que pueden resultar insoportables.
Las consecuencias directas de estas prácticas arbitrarias y tradicionales se reflejan en rebeliones mínimas al interior de las agrupaciones políticas, grandes y minúsculas, tal como ya lo estamos viendo en los últimos días, un preocupante preludio de la desintegración total y la evaporación gradual del sistema de partidos políticos en Honduras.