La verdad es que a nadie le gusta pagar impuestos. En realidad, a todos nos alegra saber que hay productos exentos por ser de consumo básico o que, por ser docentes, diplomáticos, pertenecer a asociaciones sin fines de lucro o iglesias, podemos librarnos de la ominosa carga de tributar. ¿Para qué? Dicen algunos, si luego no veo nada de lo que pago transformado en obras que nos beneficien como sociedad, ni siquiera a la gente más pobre.
Dice un estudio reciente del BID, que, en Honduras, el 10% más pobre de la gente paga 28 lempiras al estado por cada 100 que gana. También dice, que el 10% mejor ubicado en la escala de ingresos paga un 14% de sus emolumentos al estado. ¿Qué significa esto? Bueno, pues imagínese: si su sueldo es de 15 mil lempiras, a usted solo le quedan 10 mil 800 para cubrir sus necesidades y si usted gana 50 mil lempiras, al final, solo dispone de 43 mil para su familia.
Esto es injusto por todos lados. Mire usted lo terrible que es para una familia pobre, disponer de tan poco dinero luego de tener que pagar una buena parte de lo que gana por concepto de impuestos sobre ventas, vecinales o indirectamente por el transporte y otros. En este caso, el Estado actúa igual que el terrible rey Juan Sin Tierra del siglo XII en Inglaterra, cuyo prurito era dejar sin nada a los que tenían poco.
Y si usted es de clase media o ha logrado construir un patrimonio, debe darle al Estado una buena parte de lo que gana. El problema en este caso es que usted no percibe ningún beneficio por el pago que realiza. Deberá pagar una escuela privada para sus hijos, además no utilizará el sistema público de salud y deberá usar su vehículo para transportarse en malas carreteras, pagar seguridad privada en su casa, etc.
Dura cosa es nacer y vivir en un país donde los que menos tienen se sienten más esquilmados que los que tienen algo. Mas triste aun, es que todas y todos sentimos que tributar sirve nada más que para mantener a una caterva de inútiles que, de no ser porque invirtieron tiempo y recursos en llevar a un partido al poder, serían unos vagabundos sin futuro.
Es difícil entender la intención que mueve a los promotores de la nueva “Ley de justicia tributaria” que circuló la semana pasada. Probablemente el deseo de hacer más progresivo un sistema de impuestos inequitativo e inicuo; tal vez destruir a una clase empresarial que consideran excesivamente privilegiada y haragana, sin olvidar por supuesto, la imperiosa necesidad de aumentar una recaudación que, es de por sí ya elevada, pero que no alcanza para sufragar el enorme peso de la deuda que dejaron las administraciones anteriores, incluida la del gobierno del señor Zelaya.
Cualquiera o todas las anteriores son correctas. El punto es que los cambios suelen provocar reacciones como las que vimos y escuchamos por parte de los afectados, especialmente en el sector empresarial.
Yo digo que se debe valorar en forma equilibrada lo que está por suceder. Lo primero es que fue bueno que hicieran circular el proyecto, lo cual difiere de lo sucedido en ocasiones anteriores en que los “paquetazos” se llevaban directamente de SEFIN al Congreso y a veces de noche. Esperemos que la “socialización” se realice con la intención de mejorar lo que está mal y que las autoridades escuchen a quien tienen algo que aportar para que la propuesta mejore.
Si es que de verdad quiere hacer las cosas bien, el gobierno nos debe una proyección certera y rigurosa sobre las ganancias en ingresos, equidad y fomento a la inversión que tendrá su propuesta. Esperemos que esta importante reforma no genere más pobreza y que, sobre todo, no sea únicamente un cambio de propietarios de estos ya cansados parajes, como le sucedió a la Inglaterra del siglo XII cuando Ricardo Corazón de León dejó aquel reino en manos de su pródigo hermano Juan.