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El límite democrático: Una lección desde honduras

Por : Alma Adler

Cuando el poder olvida sus límites, la ciudadanía los reestablece.

La derrota de LIBRE el 30 de noviembre no fue un tropiezo electoral; fue la confirmación de su verdadero caudal político, hasta ahora oculto detrás de un relato que pretendía abarcar más de lo que realmente representaba. El partido que se proclamaba voz del “pueblo” descubrió que la mayoría de ese pueblo no lo reconoce. El comunicado del 7 de diciembre —cargado de sospechas y acusaciones— no mostró fuerza, sino desorientación. Allí quedó expuesta la fragilidad de una estructura que confundió militancia con país y aparato partidario con representación.

El voto lo dejó claro: LIBRE no perdió por matices. Perdió porque una parte significativa de la ciudadanía rechazó un estilo de gobierno marcado por ineficiencia, clientelismo, autoritarismo creciente, la adopción mecánica de ideologías ajenas a la realidad hondureña y una cultura de opacidad que permeó el aparato estatal. La ciudadanía sancionó una manera de ejercer el poder, como señala un análisis reciente sobre la izquierda en la región, “la distancia entre la retórica transformadora y la corrupción cotidiana resquebrajó su base social”. La pretensión de suplir ese rechazo con una movilización solo profundizó la desconexión entre dirigencia y el país real.

El proceso técnico tampoco ofreció certezas. El TREP, adjudicado a MGA Comunicaciones Integradas, llegó tarde, rodeado de reservas y sin auditorías independientes. Más que una herramienta de verificación terminó siendo una caja negra, resultado de un CNE que avanzó entre retrasos, disputas internas y evaluaciones inconclusas. El sistema que debía servir a la transparencia abrió espacio a la sospecha. No por fraude comprobado, sino por diseño: cuando la opacidad sustituye a la claridad, la confianza pública se erosiona. Y ni siquiera esa opacidad, concebida para suavizar tensiones, logró alterar lo fundamental: el rechazo electoral fue contundente.

En ese contexto surge la convocatoria del 13 de diciembre, presentada como defensa de la voluntad popular. Pero la voluntad popular ya habló, y lo hizo con una claridad que no admite reinterpretaciones. Insistir en que la calle puede corregir lo que definieron las urnas revela una miopía política habitual en proyectos que confunden permanencia con legitimidad.

Es el reflejo de un síndrome de grandeza, presente en diversas izquierdas fatigadas de la región, que les impide aceptar que el poder no es un destino, sino una delegación revocable.

La verdad es sencilla: LIBRE nunca tuvo una mayoría propia. Su llegada al poder fue posible gracias a una alianza excepcional con el movimiento de Salvador Nasralla; una coalición, no un mandato incondicional. Esta elección no clausuró un proyecto histórico: lo devolvió a su tamaño real. El país votó sin intermediarios y fijó proporciones que ningún discurso puede remodelar.

Aquí reside la enseñanza central. En democracia, el poder no surge del volumen de las consignas, sino del consentimiento ciudadano. Cuando ese consentimiento se retira, lo que queda no es autoridad, sino resistencia a aceptar la evidencia. La dirigencia oficialista enfrenta ahora ese límite: no la derrota en sí, sino la imposibilidad de asumirla. Y en política, la incapacidad de reconocer el final erosiona más que cualquier adversario.

La ciudadanía hondureña actuó con sobriedad. Cerró un ciclo sin estridencias, cumpliendo con la tarea fundamental de toda democracia: decidir quién representa y quién no. Esa decisión —silenciosa, ordenada, irrefutable— tiene un peso que ninguna movilización podrá revertir.

Todo lo demás —convocatorias, comunicados, intentos de prolongar una ficción— pertenece al terreno de quienes aún no aceptan el desenlace. El país, entretanto, ya avanzó. Y como enseñan las sociedades maduras, la democracia se preserva no cuando el poder insiste, sino cuando quien lo pierde reconoce que ha llegado su término.

Y quizás lo más saludable para el oficialismo —si aún conserva capacidad de reflexión— sea aceptar ese punto final con un gesto mínimo de honestidad política: volver a la taberna donde los proyectos derrotados, cuando conservan algo de dignidad, revisan sus errores antes de reclamar nuevamente el derecho de hablar en nombre del pueblo hondureño.

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