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El Límite democrático

Por: Alma Adler

Tras el escrutinio, el voto fijó un límite político y ético a la captura del Estado. La transición abre una etapa de reformas urgentes y exige una ciudadanía vigilante frente a cualquier forma de discrecionalidad.

Los veinticuatro días posteriores al cierre del escrutinio no constituyeron un simple compás de espera administrativa. Fue un momento crítico, cargado de tensiones políticas e institucionales, en el que se puso a prueba el respeto al mandato ciudadano. Mientras la población aguardaba la confirmación de un resultado claro, el centro de gravedad del poder se desplazó hacia espacios de negociación alejados del escrutinio público. El voto había hablado, pero el poder aún intentaba administrar el tiempo. El resultado final fijó un límite inequívoco: gobernar no otorga derecho a capturar el Estado.

Lo que terminó por condenar al poder saliente no fue una derrota coyuntural, sino su praxis estatal. En el intento de permanecer, dejó de gobernar y comenzó a ocupar el Estado. Las instituciones se utilizaron como instrumentos y no como límites; la separación de poderes fue erosionada de manera sistemática. A ello se sumaron corrupción, nepotismo y clientelismo, junto con una falta persistente de transparencia y rendición de cuentas. Incluso las Fuerzas Armadas, que en democracia deben permanecer subordinadas al orden constitucional, fueron arrastradas a una lógica de instrumentalización política. El resultado fue un deterioro generalizado del Estado, no solo en eficiencia, sino en legitimidad.
De esta primera constatación se desprenden reformas que no son exhaustivas, pero sí estructurales e impostergables. Partiendo de una visión de país competida y un plan de gobierno realizable para los próximos cuatro años, la separación efectiva de los poderes del Estado no es una fórmula retórica, sino la condición mínima para que el poder vuelva a tener límites reales: un Ejecutivo que gobierne sin invadir competencias ajenas; un Legislativo que legisle y controle, y no que funcione como extensión táctica del poder de turno, sometido a mayorías circunstanciales, agendas impuestas o negociaciones opacas que vacían la deliberación democrática; y un Poder Judicial auténticamente independiente, incompatible con presiones políticas, selectividad en la aplicación de la ley o instrumentalización de la justicia para proteger aliados y neutralizar adversarios. Cuando el Congreso abdica de su función de contrapeso y la justicia pierde autonomía, el Estado no se fortalece: se descompensa, como se evidenció durante el gobierno saliente.
A ello debe sumarse una descentralización real, entendida no como dispersión administrativa ni delegación vacía, sino como traslado efectivo de competencias, recursos y responsabilidades hacia los territorios, frente a un centralismo que ha concentrado decisiones, debilitado capacidades locales y profundizado desigualdades.
La profesionalización del Estado mediante un Servicio Civil basado en mérito, idoneidad y evaluación permanente es igualmente decisiva: sin funcionarios competentes y estables, no hay políticas públicas sostenibles ni continuidad institucional. Solo sobre este andamiaje es posible avanzar hacia un Estado moderno, capaz de responder a las aspiraciones fundamentales de la sociedad: un sistema de salud que proteja la vida, una educación pertinente y de calidad, un mercado de trabajo que genere oportunidades reales y una seguridad ciudadana abordada en todas sus dimensiones, desde la prevención hasta el pleno respeto del Estado de derecho.
En ese sentido, el Buen Gobierno, en un país con debilidades estructurales acumuladas durante décadas, no puede reducirse a una consigna ni a una declaración de intenciones. Supone, ante todo, capacidad real de gobernar, lo que implica instituciones que funcionen, reglas que se cumplan para todos y decisiones que se tomen a tiempo. Gobernar bien exige priorizar, asignar recursos con criterios técnicos, fortalecer la gestión pública y abandonar la discrecionalidad como forma habitual de ejercicio del poder. Implica también reconocer que la inacción, la improvisación y el cálculo político permanente son formas de irresponsabilidad con efectos concretos sobre la vida de las personas. En contextos de fragilidad institucional, el Buen Gobierno es inseparable del imperio de la ley, de la rendición de cuentas y de la construcción de confianza pública; sin estos elementos, cualquier proyecto político termina reproduciendo las mismas fallas que dice querer superar.

Estas elecciones no pueden ser tratadas como un episodio más. Deben ser parte de la memoria histórica. No por revancha ni por emotividad, sino porque olvidar tendría consecuencias. El deterioro sostenido de las instituciones tiene un nombre en la literatura comparada: la deriva hacia formas de Estado fallido, a menudo silenciosas, en las que el gobierno deja de proveer bienes esenciales y pierde autoridad legítima. Honduras se aproximó peligrosamente a ese umbral.

La diferencia, esta vez, la marcó una ciudadanía distinta, más consciente de su poder y de su responsabilidad. El voto puso un límite, pero ese límite solo se consolidará si se transforma en un nuevo pacto social: un ciudadano vigilante, que observa, exige cuentas, protesta cuando es necesario, denuncia cuando corresponde y participa activamente en la planificación del futuro común. Ese es el verdadero “nunca más”. Y también la oportunidad histórica de no volver atrás.

El “nunca más” que se impone no es retórica, sino una exigencia ciudadana de reglas claras. Gobernar es responder ante la ley, ante las instituciones y ante la sociedad. Y responder implica aceptar que el poder tiene límites, que no puede operar en la discrecionalidad ni sustraerse al juicio público del soberano, que hoy observa, y mañana estará listo, si es necesario, para sancionar sin piedad en las urnas.

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