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El escrutinio que se detiene y la democracia que se desgasta

Por : Alma Adler

En Honduras, el escrutinio electoral avanza con la misma velocidad con que se derrumba la confianza ciudadana: lentamente, sin explicaciones convincentes y bajo un silencio institucional que ya raya en el desprecio. El retraso no es solo un problema técnico; es el síntoma de un sistema que convive cómodamente con la sospecha. Un país que vota puntualmente no merece un aparato electoral que responde como si todavía escribiera a máquina.

Sin embargo, lo más grave no es la tardanza. Lo verdaderamente corrosivo ocurre tras bambalinas, lejos de la luz pública: negociaciones soterradas que buscan torcer la voluntad del votante, favores cruzados, pactos de conveniencia y presiones que no tienen otro propósito que abrirle espacio a quienes no fueron electos. Es en esos pasillos donde la democracia hondureña pierde oxígeno, porque allí la soberanía ya no pertenece al ciudadano sino al cálculo político del momento.

Ese trueque silencioso —unos votos aquí, una concesión allá— no solo es una traición ética: es la confirmación de que aún sobreviven viejas prácticas que deberían haber quedado extintas. Dinosaurios políticos que se resisten a comprender que el país cambió, que la ciudadanía cambió, que los tiempos de la manipulación silenciosa están llegando a su fin. Insisten en comportarse como si la modernidad democrática fuera un obstáculo y no el camino.

La pregunta ya no es por qué tarda el escrutinio, sino quiénes se benefician de que tarde. Porque donde hay opacidad, hay poder desbordado; y donde hay poder sin control, la democracia se vuelve rehén. Honduras no necesita más negociadores en la sombra ni operadores de última hora: necesita instituciones que funcionen sin tutelas, resultados que se respeten y una ciudadanía que no permita que le arrebaten la voz.

No se trata de reformar un procedimiento, sino de dejar atrás una cultura política que envejeció sin dignidad. Si queremos un país distinto, debemos decirlo sin titubeos: estos tiempos ya no admiten dinosaurios. Y mucho menos negociaciones que sustituyan lo que el ciudadano ya decidió en las urnas.

Honduras no saldrá de este ciclo mientras tolere que las decisiones cruciales se tomen donde nadie puede ver, por personajes que jamás superarían una prueba de legitimidad democrática. La institucionalidad sigue siendo un decorado, útil solo para legitimar el reparto posterior entre quienes confunden política con rapiña.

La ciudadanía hondureña ya hizo su parte: votó. Lo que ocurre después no debería depender de maniobras clandestinas ni de operadores que, incapaces de ganar un respaldo real, insisten en reescribir el resultado desde la sombra. Esto no es gobernabilidad: es saqueo político con guantes blancos.

Y conviene decirlo sin rodeos: las democracias no se erosionan por azar, sino porque se les permite demasiado a quienes nunca debieron tener poder. Honduras ya conoce sus saboteadores. No vienen del futuro; vienen del pasado. Y siguen aquí porque nadie los obliga a irse.

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