Está claro que el populismo busca, con éxito creciente, demoler los fundamentos de la democracia. Y lo hace sin miramientos, determinado a minar, desde cualquier postura ideológica u orden establecido.
Los ejemplos son claros: de México a Caracas, de París a Moscú, parece que nadie es indemne a escapar de sus “encantos”. En Washington, por ejemplo, los americanos vuelven a caer embelesados ante el discurso atrabiliario de Trump y escuchar a Petro, ¡Dios mío!, le hace a uno pensar si cale la pena leer tanto para no encontrar nada.
El populismo de nuestros días no constituye un resabio ideológico que se hace presente en la política actual como una suerte de anomalía anacrónica. No vivimos en una sociedad pos-ideológica. Por eso el populismo – que siempre es ideológico – sigue intacto, solo que ya no se articula del mismo modo.
Las artimañas de los populistas nos dañan apenas logran que la política se articule de modo populista. Esa articulación degrada el discurso político y esa degradación no tarda en extenderse a toda la sociedad.
Cuando la democracia y sus instituciones se han perdido el daño es total – como es el caso de la Nicaragua de Ortega o la Venezuela Chavo/Madurista -. Sin embargo, aunque estemos en democracia, el populismo ya nos degrada porque nos arroja a una suerte de despotismo suave (Tocqueville), a una dictadura de lo políticamente correcto, o si se prefiere, a un fascismo de buenos modales.
La polarización del populismo ataca directamente el “centro” de lo político. Cuando ese centro se pierde, porque la sociedad y el sistema político, no han sabido o no han podido defenderlo, entonces es el principio del fin. Los buenos modales desaparecen y el poder – ahora sin mediación – nos muestra su temible rostro y nos dice que ya es tarde “para todo” y “para todos” – incluso para los que habían colocado sus esperanzas en el populismo.
En Honduras las cosas caminan así desde hace tiempo. No se trata por supuesto de algo que tenga que ver con “socialismo democrático” o aspiraciones refundacionales. Ya desde el gobierno de Ricardo Maduro se comenzó a ensayar con regalitos truchados, bonos en la factura eléctrica y primeras damas dadivosas. Lo que sucedió después es de todos conocido y hoy estamos aquí, al borde del precipicio, queriendo jugar a Thelma y Louise.
El populismo apela a nuestra debilidad y nos ofrece una explicación de nuestro malestar, que nos contenta – ahora podemos fantasear con el deleite de ese otro y gozar (negativamente) con nuestro malestar – y nos moviliza – ahora podemos unirnos políticamente contra ese “otro” que nos ha robado el deleite.
Lo vivido en los últimos días en el Congreso Nacional debería llamarnos a reflexionar y buscar rápidamente un antídoto para evitar lo que viene. Cuando los políticos de bandos que parecen surcar por mares tan disímiles se ponen de acuerdo, no por el bien del país, sino por el bien de ellos, la señal no puede ser más clara. Pero no sucederá. La suerte, al parecer, está echada y debemos conformarnos con el seguro naufragio en el mar. Así veremos entonces el secuestro del deleite.
Por supuesto es importante pensar en estrategias políticas e institucionales para detener su avance, pero también tenemos que examinar sus fundamentos, si queremos desterrarlo definitivamente.
Está claro que todo cambió para que nada cambie, que la puesta en escena de noviembre 2021 sirvió únicamente para deleitar temporalmente el apetito de justicia que tanto hemos venido larvando. Pero vistos hoy, las cosas seguirán igual y los personajes tremebundos que desde siempre han tomado el control de nuestras vidas, seguirán, una y otra vez secuestrando el ligero goce.
A esos políticos que llegan a acuerdos de la forma en que lo hicieron la semana recién pasada no les interesa el orden simbólico, ni nuestro deseo, ni nuestro malestar, ni nuestra libertad. Es evidente que no están interesados en reparar nada, ni en resolver nuestros problemas. Solo juegan perversamente con nuestra necesidad de identificación, con nuestra debilidad y con nuestra angustia. La fantasía que tejen no es más que una trampa ideológica, que les sirve como coartada política, para acceder al poder, nada más. Esta es la razón por la que jamás han cumplido su promesa, y por la que jamás lo harán.