Edmundo Orellana Mercado
Académico / Exfiscal General de Honduras
El fin supremo del Estado es la persona humana, según nuestra Constitución. Su existencia, organización y funcionamiento se contiene en esta declaración constitucional. En ese sentido debe entenderse, entonces, su condición de “Estado de Derecho, soberano, constituido como República libre, democrática e independiente”, reconocida constitucionalmente.
Por mandato constitucional, su deber fundamental es “asegurar a sus habitantes el goce de la justicia, la libertad, la cultura y el bienestar económico y social”.
Su condición de soberano no es originaria, sino delegada. El pueblo es el soberano originario y de él dimanan los Poderes del Estado, que se ejercen por representación. Cuando el pueblo delega en el Estado el ejercicio de la soberanía y decide que los Poderes del Estado se organicen para actuar en su nombre y beneficio, se garantiza, a su vez, que esa representación se ejerza dentro de ciertos límites claramente establecidos, para evitar el ejercicio arbitrario de las funciones.
La Constitución es la que contiene, además de la organización y funcionamiento del Estado, los límites dentro de los cuales los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial deben ejercerse, para cumplir con su misión de elevar las condiciones de vida de la persona humana.
El fin supremo, el deber fundamental y los límites que reconoce la Constitución al Estado están determinados por los derechos que la misma consagra, explicita e implícitamente, a favor de la persona humana. Desviarse del fin supremo, incumplir con su deber fundamental y contravenir los límites establecidos constitucionalmente, se traduce, indefectiblemente, en violaciones a los derechos de la persona humana que deben reprimirse mediante los controles constitucionales previstos, denominadas “garantías constitucionales”, cuyo conocimiento corresponde al Poder Judicial, algunas de las cuales son competencia exclusiva de la Sala de lo Constitucional, que ostenta la condición de “intérprete último y definitivo” de la Constitución, en otras palabras, es a quien corresponde la calidad de “Defensor de la Constitución”.
Este es el diseño de la Constitución en vigor. Para llegar a este estadio de desarrollo constitucional, nuestro país, en estos doscientos años, recorrió un largo camino marcado más por los retrocesos que por los avances en materia constitucional.
Las primeras constituciones hondureñas respondieron a la organización federal que los centroamericanos decidieron, por lo que su contenido debía sujetarse a lo dispuesto en la Constitución federal.
A lo largo de nuestra historia se pueden identificar algunas peculiaridades contenidas en nuestras constituciones, por ejemplo: dos cámaras dentro del Poder Legislativo; la ciudadanía condicionada a la propiedad de bienes; la renovación anual de la mitad de los diputados y de la Corte Suprema; y, elección popular de magistrados de la Corte Suprema y del Fiscal.
La primera garantía constitucional reconocida constitucionalmente fue la de “habeas corpus”, en la Constitución de 1865; la de amparo se reconoció en la de 1898; y, la de inconstitucionalidad, en la de 1894, en la que también se incluye, por primera vez, la potestad de los tribunales de “negarles cumplimiento (a las leyes) cuando sean contrarias a la constitución”. A partir de esta Constitución se puede afirmar que los hondureños disponían de un completo catálogo, para la época, de medios para impugnar las decisiones de la autoridad que violasen la Constitución.
Los derechos fundamentales aparecen desde la primera Constitución, pero muy limitados y referidos a los derechos individuales. Fue hasta la Constitución de 1894 que se incluye un elenco de derechos fundamentales que es desarrollado con más amplitud en la de 1936. Sin embargo, la Constitución más avanzada de nuestra historia es la de 1957, en la que se consagran, además de los individuales, los “derechos sociales”, entre los que incluye la propiedad, reconociendo, por primera vez, su “función social”, que la convierte en un bien susceptible de ser expropiada en caso de encontrarse ociosa, por motivos de “interés social”, concepto éste que se introduce por primera vez en nuestro devenir constitucional. En las constituciones posteriores (1965 y 1982) ya no aparece la propiedad dentro del catalogo de “derechos sociales”, reubicándola dentro de los “derechos individuales”.
No obstante, es bajo la vigencia de la Constitución actual que se impulsa un intenso y fructífero desarrollo sobre los derechos constitucionales, las garantías constitucionales y el “Defensor de la Constitución”, propiciado por el debate suscitado por los excesos de la autoridad durante el primer gobierno que funcionó bajo la Constitución en vigor, marcado por una violación sistemática de los derechos humanos que nos convirtió en el primer país sancionado por la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, y por el fortalecimiento de la jurisdicción constitucional, especialmente con el nacimiento de la Sala de la Justicia Constitucional.
De aquellos excesos de la década de los años 80 nacen dos figuras con rango constitucional, el Comisionado de los Derechos Humanos y el Ministerio Público, y surge una tendencia favorable a la defensa de los derechos humanos y, especialmente, a la lucha contra la impunidad, cuyos logros fueron la identificación y enjuiciamiento de los violadores de los derechos humanos de esa época, especialmente de militares y policías, y también la lucha contra la corrupción, pero limitados por una legislación procesal que otorgaba al juez el monopolio del proceso en la etapa sumarial, impidiendo al fiscal cumplir con su rol de acusador, lo que justificó la aprobación de un nuevo Código Procesal Penal, en el que se reconoce al MP el monopolio de la acción pública penal de oficio.
Con la jurisdicción constitucional, se avanzó con las primeras sentencias declarando inconstitucional, con efectos generales-y ya no particulares, como ocurría en el pasado-, leyes emitidas por el Congreso Nacional, como fue el caso de la declaración de inconstitucionalidad de la reforma constitucional por la que el Congreso se arrogó la facultad de interpretar la Constitución. Con el nacimiento de la Sala de lo Constitucional, durante su primera etapa, pese a sus vaivenes, se enfrenta al Poder Legislativo declarando inconstitucional la normativa que creaba las ZEDE, motivo por el cual el Congreso destituye a cuatro de sus integrantes, sin potestades para ello, es decir, violando flagrantemente la Constitución.
A partir de ese momento, la Sala de lo Constitucional exhibe una evidente sumisión al gobierno, en todos los casos que interesen a éste. Lo que resultó evidente cuando declaró inconstitucional la prohibición de la reelección, contenida en un artículo “pétreo”, porque el gobernante propiciaba su continuismo. En otras palabras, la Sala de lo Constitucional que, debía actuar con apego a los valores, principios y reglas de la Constitución, decidió ignorarlos y privilegiar su autoridad, aplicando, a su arbitrio, su criterio, lo que repitió cuando resolvió la inconstitucionalidad en el caso de las ZEDE, de la MACCIH, y de las denominadas popularmente “leyes del pacto de impunidad” y el “Código Penal de la Impunidad”. La Sala de lo Constitucional abandonó su condición de “Defensor de la Constitución” e igualmente de “Intérprete último y definitivo” de la Constitución, porque ya no es la Constitución la ley suprema, puesto que es susceptible de ser derogada cuando la Sala lo estime pertinente; la “supremacía constitucional” corresponde, en este nuevo esquema, a la autoridad que ostenta la Sala aplicando su criterio en cada caso que juzga. Su arbitrio sustituye la Constitución.
Por su parte, el Congreso reforma la Constitución cuando se le ocurre, hasta por nimiedades, como cuando se reformaron varios artículos porque el Jefe de las Fuerzas Armadas prefirió denominarse “Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas”. Las reformas son más voluminosas que el texto original de la Constitución. Además, emite leyes que niegan la separación de Poderes, atropellan la República (ley del Consejo Nacional de Defensa y Seguridad), mutilan el territorio nacional (ley de las ZEDE), deterioran el Estado de Derecho y privatizan los servicios públicos, convirtiéndolos en mercancías.
En estas circunstancias, recibimos el bicentenario en materia constitucional. Lo que, obviamente, no es para siempre, pero el daño inferido a las instituciones y a la percepción general sobre la justicia constitucional es irreparable. En todo caso, nadie está seguro cuando las garantías constitucionales son inútiles porque no hay quien defienda la Constitución.
Esperemos que el resultado de las elecciones nos ofrezca la esperanza de un cambio sustancial en el modus operandi de la Sala de lo Constitucional, de lo contrario seguiremos aproximándonos al precipicio.
Finalmente, es oportuno destacar que mucho de lo que ocurre en este tema se debe a nuestra deficiente cultura política, marcada por un notorio desconocimiento de nuestra Constitución, cuyo contenido no es estudiado ni debatido en las aulas de nivel primario, secundario o universitario, salvo en las carreras de Derecho, Periodismo y Administración Pública. Si la mayoría de los profesionales universitarios desconocen la organización del Estado, su funcionamiento, sus derechos constitucionales y los medios para defenderlos, debemos admitir que no hay una ciudadanía militante, aunque abunden los políticos, y, por tanto, estamos ante una sociedad en permanente peligro de ser sometida, mediante métodos arbitrarios, por la autoridad. (EOM)