Tegucigalpa, Honduras. (Para los creadores de «¿Quién dijo miedo?»).
Un fantasma recorre América Latina: el fantasma de la corrupción. Pasó de ser un mal etéreo a convertirse en un ente con huesos, sangre, dientes, cuerpo, rostro y nombre. Toda una estructura transnacional que mueve los hilos políticos para allanarle el camino al narcotráfico y la criminalidad organizada.
Pero hay un fantasma peor, el de la indiferencia, que permite la cooptación del Estado bajo la complicidad de actores corruptos que ven la justicia como el mecanismo para engañar al pueblo y condenarlo a vivir en un sistema de pseudodemocracia.
En la Corte del Distrito Sur de Nueva York, Estados Unidos, se decidió el destino de un hombre que además fue presidente de Honduras por dos periodos consecutivos, uno de ellos de forma inconstitucional. Señalado por el Consejo Nacional Anticorrupción por fabricar y pertenecer a un esquema que le permitía infringir la ley sin temor a ser juzgado.
Con este nuevo giro de la historia y de la aplicación de justicia, el caiga quien caiga podría ser un vaticinio que arrastrará a esbirros, compinches y correligionarios que en Honduras se pumpunean el pecho jurando su inocencia, pero cuando están ante estos jueces internacionales terminan por confesar todas sus culpas; no es fácil mantener una declaración si del otro lado ya no está el compadre o el amigo sobornable.
Estos son avisos para otras figuras políticas que se codean con estructuras criminales y que se creen intocables. «El Hombre» está solo, pero no seguirá así por mucho tiempo… Vendrán más personajes que ahora tiemblan cuando escuchan su famosa frase: «¿quién dijo miedo?».
En esta crónica de una sentencia anunciada (con menos años de los que se vaticinaba -45 más 5 de libertad supervisada-) comenzamos a ver las clarividencias de políticos y analistas que mencionan ante la opinión pública a otros personajes que pertenecían al engranaje del expresidente y que, curiosamente, muchos de ellos tampoco han sido requeridos por nuestros órganos persecutores del delito.
Con la corrupción incrustada en los operadores de justicia, con el dinero imponiéndose a la moral, con la compra de conciencia y el pago de favores primando sobre los preceptos constitucionales, nada se puede hacer para vencer este flagelo, sobre todo si quienes estamos llamados a ejercer la función de auditores sociales -es decir, toda la ciudadanía- normalizamos estas malas prácticas y nos mantenemos ajenos a la comisión de esos delitos.