Tegucigalpa. – “La imaginación al poder” rezaba una de las consignas más repetidas durante los días gloriosos de la rebelión estudiantil de mayo de 1968 en las calles de un París que hervía en medio de la ebullición revolucionaria. Pocos meses antes, yo había llegado a la capital francesa, en vía de tránsito, proveniente de la República Popular China, en donde, a su manera, también ardían las calles en medio de la llamada revolución cultural. Era época de revueltas y rebeliones en las que la lucha por el poder y la imaginación creadora de las masas solían confundirse en un solo estallido.
La relación entre el poder y la imaginación ha estado siempre presente a lo largo de la historia. Pero hay momentos en los que esa relación resalta con mayor fuerza y fulgor. Son los episodios de la revolución, sobre todo en sus inicios, la llamada genéricamente “époque héroique”, cuando la imaginación de los protagonistas fluye en torrentes, a veces demenciales y peligrosos, a veces creativos y geniales. Basta leer libros como “Los diez días que estremecieron al mundo”, del periodista norteamericano John Reed, sobre los momentos iniciales de la revolución bolchevique en la Rusia de 1917, o “Las antimemorias” de André Malraux, sobre todo en sus capítulos dedicados a la revolución conducida por Mao Tse Tung en la China de los años previos a la victoria de 1949. La literatura siempre ha sido el mejor canal para mostrar al público la imaginación de los protagonistas de los grandes acontecimientos sociales.
Se me ocurren estas reflexiones primarias ahora, cuando nuestro país atraviesa por la fatídica “confluencia de los momentos críticos” más dramáticos de su historia reciente. La crisis multidimensional que nos abate, con sus manifestaciones terribles en los diferentes ámbitos de la salud pública, la economía, las finanzas, el desempleo, la pobreza y la desigualdad, la inseguridad y la violencia paralela, la corrupción y su nefasto impacto en la moral ciudadana, los masivos flujos migratorios y el correspondiente vaciamiento de los mejores recursos humanos del país, todo ello en su conjunto demanda de nosotros un cambio sustancial en nuestra forma de ver las cosas y abordar los problemas y sus desafíos. Al menos eso es lo que uno espera de las élites políticas que dirigen y controlan el país entero.
Pero no, parece que los dirigentes tradicionales de la política local no son capaces de generar soluciones alternativas, vías diferentes de solución a los problemas planteados, fórmulas novedosas e imaginativas de gestión política y administrativa. Les falta imaginación, carecen de inventiva creadora.
Para comprobar esta triste conclusión, basta ver las imágenes de esos mítines políticos de cada fin de semana, en los que centenares, cuando no miles, de despreocupados compatriotas llenan las plazas públicas, en letal cercanía unos con otros y sin observar las indispensables medidas de bioseguridad recomendadas. Los llamados dirigentes de esos grupos políticos no son capaces de buscar nuevas formas de proselitismo electoral o, al menos, maneras simples de reunir en concentraciones reducidas, con la separación debida, a sus desorientados partidarios.
La imaginación para generar soluciones novedosas está ausente. El vínculo que la debería unir con las diferentes manifestaciones del poder está roto o disuelto. No hay nexo que una el ejercicio de la imaginación con la práctica electoral que busca controlar los anillos del poder político. Política, imaginación y poder parecen ser tres elementos dispersos, sin conexión vital que los alimente y enriquezca, sin forma segura de soluciones positivas, flotando en un espacio político vacío de creatividad.
Mientras esto siga así, mientras los dirigentes políticos continúen acarreando a la gente y exponiéndola al peligroso contagio y a la posibilidad real de la muerte, el país seguirá su rumbo errático, su descontrolado viaje hacia el abismo seguro, su triste deambular sin meta ni destino.
Si para los jóvenes franceses de 1968, la imaginación era un vehículo para llegar al poder, en la Honduras de hoy, el poder parece haber aplastado todo vestigio de imaginación política.